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El papel de los padres ante las tutorías del colegio

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Ya hemos hablado en ocasiones de un concepto educativo que me llama mucho la atención: el de los hijos reales y los hijos potenciales. Son potenciales nuestros hijos cuando, de pequeñitos, nos llenan de ilusión porque sumaron dos más dos y ya vemos un ingeniero en ciernes, o cuanto juntan torpemente tres letras y pensamos que tenemos en casa al próximo Nobel de literatura.

Luego llegan los hijos reales, que ni suman tan bien ni juntan tan bien las letras. Y los padres refugiamos nuestra frustración en frases del tipo: «si es muy listo, lo que pasa es que se desconcentra», o «porque no le da la gana ponerse, que si quisiera…»

Estamos en época de tutorías en los colegios. No les arriendo la ganancia a maestros y profesores que tornan por unos días su papel de docentes por otros que no les corresponden tales como psicólogos y terapeutas. Allí nos plantamos, padres y más padres, fuera de nuestro entorno, en el reino de otro, en un aula que acusa el cansancio del curso académico para escuchar las cosas buenas y menos buenas que nos tengan que contar nuestros hijos.

Y aquí viene el reto de la actitud. Allá por nuestra infancia, a los hijos se nos formaba un nudo en el estómago en los días de tutoría. Saber que nuestros padres iban al colegio era el mejor detonante de un minucioso examen de conciencia en el que repasar todos los motivos que hacían prever un castigo sin precedentes. Porque en nuestra infancia, si nuestros padres recibían un informe negativo de nosotros, fuera cual fuera la causa, estábamos convencidos de que nos caería un castigo aún mayor al llegar a casa. Y sin preguntar. Así eran aquellos padres que, cuando se habían equivocado castigándonos de más, nos decían que nos lo guardáramos para la próxima, que seguro que nos lo merecíamos.

Después llegó la etapa «coach» en la que, detrás de cada mal comportamiento cabía todo un elenco de conclusiones psicoanalíticas para justificarlo. De esta fase son hijos muchos diagnosticados con TDAH, algunos reales, otros, meras etiquetas que permitían a los padres descargar en una supuesta enfermedad las dificultades que tenían para encauzar el mal carácter de aquellos niños.


Ahora muchos niños tienen en sus padres a un cegado abogado defensor, a un genio de la retórica sofista, de esos capaces de convencer de la mentira con el arte de la palabra.


Piensan que defender a sus hijos delante del profesor mejorará la imagen que tienen de él en la escuela. Y no se dan cuenta de que el docente no es el enemigo a batir mi sino el aliado en la difícil tarea de convertir a niños y adolescentes en adultos. Todo un reto.

El maestro, el profesor, el docente de enseñanza elemental y media que nos cuenta la evolución de nuestros hijos, no es un «comeniños». Hay que romper los absurdos mitos que sostienen leyendas urbanas como la de que están obligados a cumplir con cuotas de suspensos, o tiene manía a determinados estudiantes.

El máximo afán del profesor es que el alumno aprenda porque le va buena parte de la honra en ello y la mayor parte de la motivación. Cuando nos dice que nuestros hijos tienen un problema de aprendizaje o de actitud, tenemos que mostrar un mínimo grado de docilidad fruto de la humildad: nosotros sabemos -o creemos saber- mucho de nuestros hijos, ellos saben mucho, muchísimo más, de la infancia y la adolescencia en su conjunto, aunque solo sea por el tamaño de la muestra que manejan.

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