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Nueva hoja de ruta

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El reto de un nuevo año abre siempre la ilusión de horizontes por explorar, aunque sean conocidos. Es bueno saber estrenar los años, los meses y los días. No es una fantasía: no existen dos días iguales. Esta vez más que fijarme en el matrimonio, en el momento que se miran el uno al otro, quisiera invitarles a dirigir los ojos en una misma dirección, que nunca puede ser otra que los hijos.

¿Para qué educar? Tanto los profesionales de la educación como los propios padres buscamos mil procedimientos para encontrar ¿cómo educar?: ¿cómo lograr que mi hijo estudie, como enseñarle a ser ordenado, cómo hacer que se sepa desenvolver entre sus amigos?…

Parece que nos sentimos atrapados por todo lo útil. Demasiadas veces buscamos que alcance un gran nivel académico que le permita hacer un master en dos idiomas y salga colocado. ¿Acaso no es esa una noble aspiración? Sin duda, hay que añadir. Pero hay que aprender todo eso y mucho más, porque eso no es todo; de lo contrario, los defraudaremos aunque no se den cuenta.

Una encuesta entre padres sobre lo que se proponen con sus hijos nos llevaría a una respuesta casi total en estos términos: «aspiro a que mi hijo sea feliz«. Esta es la palabra mágica, que también contestarían los adolescentes si se lo preguntamos. ¡Quiero ser feliz!, contestarán a coro. Llegamos por tanto, a un acuerdo casi absoluto: la felicidad es aquello a lo que aspiramos todos, aun sin saberlo, por el mero hecho de vivir. Si esto es así de claro, parece que no nos vendría mal preguntarnos muchas veces qué es eso de la felicidad, y con qué ingredientes se cocina.

Es fundamental saber de lo que hablamos, porque mientras no fijemos la meta de llegada, podemos equivocar la «hoja de ruta». Esos itinerarios mal planteados nos llevan a encontrar a tantos chavales, quizá algo divertidos, pero escasamente felices. Un viejo maestro; Julian Marías, señala que la felicidad significa para el hombre plenitud, perfección. Hay un deseo innato de perfección en todo ser humano.

Esto ya nos coloca ante alto nivel de aspiraciones y por lo tanto, hemos de educar a nuestros hijos en una educación de máximos, no de mínimos. Cuando pretendemos que nuestros hijos sean «simplemente buenecitos» pueden salir bastante ramplones. Entiéndase que no me refiero a que sean chicos o chicas con «éxito». Hay que colocar el «éxito» en su sitio. Han de ser felices con el «éxito» y con el «fracaso». De lo contrario no serán felices nunca, pues nuestra experiencia nos advierte que no siempre pintan oros. 


No es feliz, ni lleva camino de serlo, ese chaval que en la facultad saca unos apuntes perfectos pero es incapaz de compartirlos con un compañero, no vaya a ser que se le coloque por delante.


Ese chico sabrá mucho derecho administrativo, pero no va por buen camino, si no ha aprendido a «dar» algo de lo «suyo», a ver en el compañero una persona, por muy solidario que sea y a muchas ONG*s que se apunte. Pierde la gran ocasión para servir a alguien. Es un empollón que se regodea en su soledad.

Esta figura es la misma que en su infancia devora glotonamente comidas, golosinas, ordenador o TV y todo lo que esté a su alcance. Cuando crezca no tendrá otro fetiche que la moda, el consumo o cualquier otra sensación placentera. Ha mutilado sus capacidades de discernimiento y se mueve entre dos polos «me apetece» o «no me apetece«. Es posible que esa criatura llegue a desarrollar las derivadas parciales de la econometría, pero dudo que sea feliz.

Nuestros hijos no pueden vivir en una torre de marfil de su individualismo, porque si quieren llamarse personas no tienen otro remedio de ser un ser para otro. Ese otro, es su hermana a la que tiene que cuidar, o el abuelo que es un pesado contando sus batallas.

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