Una de las ventajas de la flexibilidad laboral, cada día más de moda, es poder disfrutar de alguna parcela de vacaciones fuera de la «temporada alta». Bien es verdad que cada vez hay más personas que se acogen a esta modalidad y los lugares más frecuentados por los turistas están prácticamente al completo en casi todas las épocas del año. La diferencia es que ahora, en la desescalada de la pandemia de coronavirus, en julio y agosto las gentes ya no se pueden amasar y quedará un espacio de más de un metro entre personas.
Este verano asistiremos a un nuevo espectáculo donde lo que más nos llamará la atención será el comportamiento de los seres humanos. Con ánimo de ajustar las gafas siempre encontraremos la ocasión de aprender algo.
Gritos agudos de los niños
El verano pasado estuve una semana en un lugar eminentemente turístico, que conocí hace muchos años y me apetecía recordar. La población flotante estaba compuesta por una mínima parte de españoles, una mayoría desbordante de ingleses y alemanes, pocos franceses y algún trufado de países minoritarios, como la señora finlandesa que me vendía los periódicos.
La primera sensación que tuve, al traspasar el hall del lugar en el que me alojaba, fue el grito agudo y espontaneo de un niño. Tendría alrededor de dos años, y saltaba entre las maletas como un cervatillo. Al subir en el ascensor, otro par de chavales, un poco mayores, se apresuraban a dar a los botones de los pisos, ante la mirada complaciente de sus padres. Mi asombro fue creciente cuando encontré criaturas entre los pocos meses y los seis años, en todas las circunstancias posibles. Como no eran animalitos amaestrados, hacían lo que hacen los niños: se subían a las sillas del comedor, se peleaban unos con otros, lloraban, reían, saltaban o gritaban.
Choque con lo desconocido
Al principio, el choque con lo desconocido en España, me resultó tan brusco que tuve que hacer un esfuerzo para reconocer aquellos sonidos como la mejor de las melodías. Efectivamente, aquellos niños no estorbaban, y me certificaban que la vida recién estrenada era el mejor espectáculo. No oculto que sentí envidia de aquellos padres que habían acudido allí con su gente menuda, y a la vez me resultó curioso comprobar que no se produjo ni una queja entre los mayores, que éramos la inmensa mayoría, por la presencia de los niños.
¿Qué hacían sus padres con ellos?
Me llamó la atención que las instalaciones contaban con una sala muy amplia y repleta de juegos para que poder «aparcar» a los niños, pero la sorpresa fue mayor cuando me la encontré vacía en la mayoría de las ocasiones. Los padres no estaban dispuestos a separarse de ellos algunas horas.
Aire fresco
En las excursiones, me los encontré con sus hijos colgados de una mochila o en una bolsa marsupial, en carrillos o cogidos de la mano, pero no detecté ni el mínimo mal gesto de los esforzados porteadores.Estas familias jóvenes han sido la mejor brisa de aire fresco de estas vacaciones. Mientras observaba la cara de felicidad de mayores y pequeños, desfilaban por mi imaginación los murmullos quejumbrosos y sombríos de quienes piensan que los niños son «una lata». Fría como el latón es la cabeza y el corazón de tanta gente que no sabe renovarse el alma con los juegos de un niño.
Durante bastantes ratos me aventuré a formular hipótesis sobre las relaciones de los padres con los niños pequeños. Otras veces, con mi mal dotación en idiomas, intenté hablar con aquellos hombres y mujeres, en general, bastante jóvenes.
Padres jóvenes
En una de las conversaciones con una pareja que llevaban niños de cinco, tres y un año, recibí contestaciones que me supieron a agua clara.
«Hemos querido tener los hijos cuanto antes, porque para dar la vida hay que tenerla» -comentó el marido.
La mujer, echó mano de una experiencia negativa: «Aunque agradezco mucho a mis padres que me hayan traído al mundo, yo nací cuando mi madre estaba próxima a los cuarenta y siempre he tenido cierta envidia a las niñas que tenían madres más jóvenes», luego recalcó: «sólo tuve un hermano más pequeño, pero que casi era un nieto».
Siempre juntos
Puestos a «hurgar», con intención un tanto sesgada, se me ocurrió preguntarles: ¿Puesto que este es un viaje de descanso y vacaciones, no os hubiera apetecido veniros vosotros solos habiendo dejado a los niños con algún abuelo? Me miraron con cara de asombro y contestaron, sin dudarlo: «¡Oh, no! Mi marido y yo estamos trabajando y esperamos estas fechas, y otras que cogemos más adelante, para pasar todo el día con nuestros hijos. Hay que aprovechar las ocasiones».Eran seres normales, no extraterrestres y los niños funcionaban como tales, es decir, necesitados de atención continua para que no se dejaran la crisma en España.
Ejercicio de realismo
Esta es la mínima historia de un matrimonio inglés, en el que el marido había superado poco los treinta años y ella no los había cumplido. Como no podía ser de otra forma comentamos el nacimiento del último vástago de los Blair, que se acababa de producir, y se sentían orgullosos de su Primer Ministro y sobre todo de su mujer que había tenido un hijo a los cuarenta y cinco años. «Han ocupado las primeras páginas de todas las revistas del corazón con una naturalidad asombrosa, yo la felicito…y eso que nosotros no somos laboristas»… apostilló ella con una carcajada.Tuve que hacer un ejercicio de realismo para no subir a la nube.
Efectivamente, en unas vacaciones los niños pueden ser en determinados momentos un «engorro» para una madre «mayor» y con tendencia al «cansancio permanente», pero junto a esa circunstancia siempre superable, se abren unas espléndidas posibilidades de mirar a los hijos y que ellos nos vean; de establecer ese «roce» que genera un cariño imperecedero; de jugar juntos; educarles y aprender de ellos.
Aprendiendo de los niños
Quien no aprenda nada de un niño es que no se ha enterado de lo que es un ser humano. Es posible que los lectores se pregunten si el panorama hubiera sido tan idílico con hijos de 14 y 18 años.
Sin duda tendrá más «emociones», pero cuando se les ha dedicado muchas horas a edades que pensamos que no se «enteran», se ha tomado la delantera, se ha aprendido a convivir, se han «sentido» queridos, y no se les pasará por la cabeza en la adolescencia que son un «estorbo» al que sus padres quieren «quitárselo de encima». Tienen bien sabido que para sus padres son lo primero.
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