Las dos preguntas que se repiten con más frecuencia cuando alguien advierte que mi mujer y yo tenemos 8 hijos son, casi siempre, las mismas: ¿no tenéis tele? ¿Trabajaréis los dos y ganaréis un buen sueldo, verdad? Así pues, el rápido diagnóstico que ofrece quien se tropieza con una familia numerosísima como la nuestra puede variar entre hacer un chiste fácil o concluir que, como nos sobra el dinero, invertimos en la crianza de hijos el excedente.
Sobre la primera pregunta, efectivamente, vivimos sin televisión desde el día de nuestra boda, hace más de 17 años. Aunque, paradójicamente, cuando yo respondo al interesado que es así, que efectivamente no tenemos tele, el interlocutor entiende que me asocio a su ocurrencia y no que describo el hecho real de la ausencia del televisor en nuestra vivienda.
En cuanto a la segunda cuestión, la económica, acostumbro a confesar sin reparos la realidad de las cosas: mi mujer es profesora de piano e imparte algunas clases particulares desde casa. En cuanto a mí, percibo justamente el importe correspondiente al salario medio anual en España de un trabajador por cuenta ajena, según me he informado antes de escribir estas líneas.
Probablemente, alguno de los lectores de este artículo no habrá resistido la tentación de hacer un cálculo rápido de nuestros ingresos-gastos y habrá establecido una comparativa con su realidad doméstica y familiar. Y su conclusión tal vez haya sido ¿cómo lo hacen? ¿Cómo afrontan «la cuesta de enero»? Porque ¡tendrán que comer! ¡Necesitarán vestirse! ¡Pagarán una casa! Entonces, ¿cómo es posible que lleguen a fin de mes si yo no lo consigo, tengo solo dos hijos y trabajamos marido y mujer?
Siento decepcionar al que esté esperando que, a continuación, le descubra algún truco mágico de ingeniería financiera, alguna fórmula ingeniosa de ahorro o algún consejo particular. No voy a confesarlos porque no los tengo, porque no existe truco ni hay «gato encerrado».
Pero sí quiero revelar que, desde que nació nuestro primer hijo hace 17 años, hasta el día de hoy, no nos ha faltado de nada aunque tampoco nos ha sobrado un euro para ingresar en el banco a final de mes. No tenemos deudas pero tampoco acciones en Bolsa.
Cada mes empieza y termina de manera distinta. Pero siempre con un acontecimiento sorprendente en forma de maná bajado del cielo. Como al pueblo de Israel en el desierto, este maná ha tenido para nuestra familia el sabor y la apariencia de aquello que más deseábamos. Y así, el maná ha tomado forma de ropa, de cajas de alimentos, de sobres anónimos repletos de dinero que alguien de incógnito había depositado generosamente en nuestro buzón… Por pudor, me reservo detallar algunos episodios todavía más extraordinarios de los que yo mismo dudaría de su veracidad si no fuera porque fui testigo ocular de ellos.
Todavía recuerdo los apuros económicos que mi esposa y yo padecimos nada más casarnos; sin contrato laboral, sin ascensor, sin calefacción; bastante similares a los que sufrimos después, una vez que nació nuestro primer hijo y después el segundo, el tercero y así, hasta el octavo. Con el paso del tiempo y la acogida continuada de cada nueva vida, los agobios sufridos a causa de esta precariedad se han ido relativizando y terminan por diluirse como un azucarillo en un vaso de agua. Hemos contemplado demasiados milagros como para desconfiar ahora de la Providencia.
Así pues, en este momento, hemos llegado a ser espectadores asombrados que observan fascinados cómo de las formas más diversas, Dios provee en nuestra casa. Así se nos prometió en su día. Y la promesa se ha cumplido. Como creyó Abraham, mi esposa y yo también creímos en una palabra que nos prometía la alegría, la paz, la vida en fiesta para nuestra familia. Y así, nos pusimos en camino y salimos de Ur de los Caldeos sin saber muy bien hacia dónde nos dirigíamos pero confiados y sostenidos por esa palabra que aseguraba: «No te preocupes, yo proveeré». Y así ha sucedido hasta ahora. Nos dispusimos en favor de la vida y la vida se ha puesto a nuestro favor.
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