Las tristezas que nos acosan en la pareja durante la pandemia no se solventan con «pastillas» de médicos. Hay que poner muchas dosis de amor para recuperar cada día una ilusión que siempre será diferente.
Tengo buenos amigos psiquiatras. No teman, nada especial me ocurre. A lo largo de los años he procurado ser un buen coleccionista de personas con las que las conversaciones dejan siempre un regusto de humanidad, compartamos o no las mismas opiniones sobre distintos temas. Nunca he sabido la razón de por qué, entre ellos, abundan los médicos de distintas especialidades. No son los resabios de épocas en los que se les comparaba con los brujos. Es quizá porque desde muy joven leí a médicos en su vertiente literaria: Baroja, Marañón, Cajal, Axel Munthe, Vallejo-Nájera, Chejov… y no sigo para no presumir de erudito.
El médico que merece este nombre tiene una habilidad especial para describir al ser humano «desnudo». Ese ser misterioso compuesto de materia y mucho más. Sirva esto como entradilla para incidir en un tema muy concreto. Me comentan los psiquiatras que las desavenencias conyugales, antes tan frecuentes en verano, ahora se han trasladado al día a día de la pandemia de coronavirus entre confinamientos y toques de queda. Suelen tener su origen en el mal humor, tan habitual, al enfrentarnos de nuevo con la realidad cotidiana, después de una temporada en la que hemos vivido «a pata libre».
El paciente suele quejarse de depresión, hastío y ánimo destemplado. No es un problema de cambio de estación. Son simple desgana, contrariedades que se vuelven insufribles e inapetencia para todo. El supuesto enfermo va en busca de una medicina que le resuelva el problema y le devuelva la alegría de vivir, la tenacidad en el trabajo y la afabilidad con los que le rodean. Lo curioso es que el afectado, confiado en el poder taumatúrgico de la química, vuelve a su normalidad.
A veces puede ser una exageración y, en otros casos, es real. Más de uno me ha comentado que a los enfermos serios les ven en los hospitales: en la consulta utilizan la logoterapia -sosegar al paciente- y una «pastillita» para que se quede más tranquilo.¿Qué remedios existen de los que llamaríamos caseros? La respuesta me viene dada de la mano de otro médico, en este caso de gran renombre y recientemente jubilado. Su especialidad es de las más duras: oncología. Más de una vez me ha comentado que, ante un paciente al que el dolor le fustiga en un órgano y la preocupación por su final le oscurece el ánimo, suele recomendar a sus familiares: «Ante el dolor físico, opiáceos; frente al dolor moral, amor«.
A este punto quería llegar. Me encuentro con demasiada gente «triste». Unas veces resulta muy patente y, en otras ocasiones, la tristeza se encuentra soterrada, pero aflora tan pronto la conversación entra en cierta hondura. Hay que desechar que la tristeza nos abrume, con razón o sin ella.
La melancolía está reñida con el amor. Sobreviene cuando la vida carece de sentido porque, para un barco que ha perdido el timón, todos los vientos le son contrarios.
Urge que aventemos las cenizas que a todos nos han llegado con el discurrir de los años y renovemos una ilusión de amor, a cualquier edad que tengamos. Ya tenemos la suficiente experiencia para salir del túnel por el que atraviesa la carretera o la vía férrea.
Una y otra vez hemos de saber empezar de nuevo a vivir el amor. Sin fantasías, sin aspiraciones estrambóticas que jamás llegarán. Ella y él, que se conocen bastante -aunque nunca del todo-, tienen que aprender a tomar decisiones sorprendentes pensando en el otro. Conozco a un matrimonio que cuando quieren tirar de alguno de ellos, prepara un aperitivo ilustrado con el viejo vermut, que es su bebida preferida. A otros hay que «despertarles» con un viaje. No hay que ir a Camboya, basta con recorrer cien kilómetros e ir a un lugar romántico.
Se me dirá que todo esto es muy banal y contestaré que allí donde se pone amor, nada es insignificante. Muchos dirán: «Es que no me sale, no me brota». Sin duda hay que poner un esfuerzo, que a veces ni es comprendido, no estoy en Babia. Pero aplicar la voluntad a hacer más amable el discurrir de los días a un ser querido tiene su recompensa. Nada de amilanarse, ni hacerse la víctima, ni estar triste. Hay que recuperar la ilusión. No es la misma que la de la semana siguiente de la boda, es la que «brota» de amar.
Ese amar ya tiene un sentido para una vida entera con todos sus recovecos.
A veces vendrá una nube que nos dejará un chaparrón, pero estamos seguros que por encima está el sol.
Empecé diciendo que «menos química». Nada tengo contra los médicos ni los farmacéuticos. Gracias ellos, se ha prolongado la expectativa de vida. Sin compartir la fobia de Molier, de la que tanta burla hace en su enfermo imaginario, en las enfermedades verdaderas hay que ir al médico. En las que nos fomentamos con nuestras tristezas, hay que inyectar en nuestras venas una inyección de amor.
Antonio Vázquez. Orientador Familiar.Especialista en el área de relaciones conyugales
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