En la casa de mi abuela, como en la casa de muchas abuelas, posiblemente de todas las abuelas, había una vitrina en el salón en la que descansaba un juego de café de porcelana. Era uno de los bienes más preciados del «ajuar». El juego de café se sacaba cuando venían aquellas señoras a las que llamábamos con el genérico término de «las visitas» y que obligaban al resto del mundo a desaparecer durante ese rato en el que la «salita» se llenaba de risas, charla y algún que otro llanto.
Cuando mi abuela murió, heredamos aquella colección de preciosas tazas, la joya de la corona de la vajilla. Pero desde entonces, no han salido de su encierro doméstico, de su pequeña jaula de oro en un salón que pocas veces ha visto sentadas a mis amigas y muchas más a algún niño brincando de sofá en sofá.
¡Si mi abuela levantara cabeza! Juguetes fuera de su sitio y películas familiares a diestro y siniestro. En casa bromeamos con que nosotras, las nietas, madres de familia trabajadoras, orgullosas de haber labrado nuestro futuro, jamás conseguiremos tomar un agradable y sereno café con las amigas, un café en el que compartir lo bueno y lo menos bueno, en el que tratar con cierta intimidad lo que nos preocupa, alegrarse con las alegrías ajenas y tender la mano a la que lo necesita.
Pero tendríamos que plantearnos cómo recuperar esa tradición porque cuentan que mi abuela, y las otras abuelas, salían como nuevas de la «salita», felices y libres de todo agobio, capaces de ponerse el mundo por montera y enfrentarse a la leonera que, en su ausencia, se había organizado en el resto de la casa.
La amistad es imprescindible y nosotros, en el bienintencionado estrés de nuestra funambulística conciliación, la hemos dejado en último lugar en nuestra agenda.
Quizá pensamos que cuidar de las amistades con el poco tiempo que ya dedicamos a la familia es egoísta, y no nos damos cuenta de que una buena amistad nos hace mejores y eso lo notarán en nuestra casa.
A nuestros hijos también tenemos que ayudarles a que forjen amistades verdaderas, generosas y profundas. Por cierto, de esas no hay en Internet, porque ahí no hay nada verdadero ni profundo. Los tiempos han cambiado y no me veo yo montando una timba de brisca o de cinquillo un martes por la tarde, mientras reparto pastas de té, pero merece la pena pararse a pensar si cuidamos este bien tan preciado y tan necesario. La primera que sale ganando es la familia.
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