Un hombre estaba perdido en el desierto. Parecía condenado a morir de sed. Por suerte, llegó a una vieja cabaña destartalada, sin techo ni ventanas. Merodeó un poco alrededor hasta que encontró una pequeña sombra donde pudo acomodarse y protegerse un poco del sol. Mirando mejor, distinguió en el interior de la cabaña una antigua bomba de agua, bastante oxidada. Se arrastró hasta ella, agarró la manivela y comenzó a bombear, a bombear con todas sus fuerzas, pero de allí no salía nada. Desilusionado, se recostó contra la pared, sumido en una profunda tristeza.
Entonces notó que a su lado había una botella. Limpió el polvo que la cubría, y pudo leer un mensaje escrito sobre ella: «Utilice toda el agua que contiene esta botella para cebar la bomba del pozo. Después, haga el favor de llenarla de nuevo antes de marchar».
El hombre desenroscó la tapa, y vio que efectivamente estaba llena de agua. ¡Llena de agua! De pronto, se encontró ante un terrible dilema: si se bebía aquella botella, calmaría su sed por un pequeño tiempo, pero si la utilizaba para cebar esa bomba vieja y oxidada, tal vez obtendría agua fresca del fondo del pozo, y podría tomar toda la que quisiera, y llenar sus cantimploras vacías, pero tal vez no, tal vez la bomba no funcionara y desperdiciaría tontamente todo el contenido de la botella, teniendo tanta sed.
¿Qué debía hacer? ¿Debía apostar por aquellas instrucciones poco fiables, escritas no se sabe cuánto tiempo atrás?
Al final, se armó de valor y vació toda la botella en la bomba, agarró de nuevo la manivela y comenzó a bombear. La vieja maquinaria rechinaba pesadamente. El tiempo pasaba y nuestro hombre estaba cada vez más nervioso. La bomba continuaba con sus chirridos secos, hasta que de pronto surgió un hilillo de agua, que enseguida se hizo un poco mayor, y finalmente se convirtió en un gran chorro de agua fresca y cristalina. Bebió ansiosamente, llenó sus cantimploras y al final llenó también la botella para el próximo viajante. Tomó la pequeña nota y añadió: «Créame que funciona, eche toda el agua».
Esta sencilla historia nos recuerda una realidad constantemente presente en la vida de toda persona: cualquier logro supone casi siempre aplazar una posible gratificación presente y correr el riesgo de que ese sacrificio resulte improductivo. Y aunque es cierto que buena parte de nuestros esfuerzos son improductivos, o al menos lo parecen, es igual de cierto que cuando tendemos a contentarnos con satisfacciones a corto plazo y no invertimos en objetivos mejores a un plazo más largo, es fácil entonces que nos deslicemos por la pendiente de la mediocridad o del conformismo.
Cada día se nos presentan oportunidades que nos pueden ayudar a ser mejores personas, o que nos abren puertas que nos conducen a situaciones mejores. Y si no apuestas, si no inviertes en el futuro, es seguro que al final habrás perdido. Porque hay trenes que se pierden y luego vuelven a pasar, pero otros no.
Todos debemos sacrificar cosas de un orden inferior para lograr otras que son de orden superior. No podemos acostumbrarnos a rehuir esos desafíos.
Hay gente a la que le resulta difícil pensar en el después, que está acostumbrada a dejar las cosas para más adelante, y eso hace que su vida sea una vida desorganizada, de constantes dejaciones y atropellos, una vida de la que apenas se tiene control y que al final no conduce al puerto deseado.
Las personas que procuran acometer cuanto antes el deber costoso, se sienten psicológicamente más despejadas, y quienes tienden a retrasarlo se sienten más decepcionadas y frustradas. Empezar, de entre las tareas pendientes, por la que a uno más le cuesta, suele ser un modo de proceder que aligera la mente, aumenta la eficacia de nuestros esfuerzos y mejora nuestra calidad de vida. Quienes siempre encuentran motivos para demorar lo que les cuesta, son personas que viven tortuosas esclavitudes, por mucho que lo decoren con apariencias de feliz espontaneidad o de bohemio abandono.
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