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Inflexibles ante las rabietas: así les hacemos un gran favor

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Los padres tenemos un problema muy frecuente en materia de educación: caemos en el error de ser terriblemente cortoplacistas. Tengo mi propia teoría al respecto de las rabietas infantiles. Creo que se debe, sobre todo, al estrés. Bastante tenemos con llegar vivos hasta esa noche como para tenernos que fijar, además, en las consecuencias de cada uno de nuestros actos a 20, 30 o 40 años vista. Y es que parece difícil relacionar qué tiene que ver atar un cordón de un zapato al niño con que termine su carrera universitaria.

Lo que nos pasa es que miramos a esos hijos nuestros, aún en edad escolar, y nos cuesta mucho visualizar que un día irán por su propio pie a su trabajo, se afeitarán una espesa barba o empujarán un carrito de bebé. Así que ante la escena de un niño de, pongamos tres años, que monta una rabieta en un supermercado porque quiere unas chuches, solo solemos ver a un niño de tres años que monta una pataleta en un supermercado.

El problema en esas circunstancias de rabieta infantil es que nos toca tomar decisiones muy rápidas. Me recuerda un poco a esas baterías de preguntas que, en modo ametralladora, nos lanza la camarera de un restaurante de comida rápida: «¿patata frita, patata gajo, patata asada, puré de patata o ensalada de col?» Y para cuando acaba, uno aún está tratando de sintetizar las dos primeras ofertas.

En la escena de la rabieta infantil en el supermercado pasa algo muy parecido. En solo unos segundos se nos viene encima una avalancha de interrogantes: ¿Le dejo que llore? ¿Es mejor que se calle? Si le digo que se calle, ¿la va a liar? ¿Cuánto me importa el bochorno? ¿Cuánta prisa tengo por salir de aquí? ¿Cómo de indispensable es todo lo que llevo en el carrito de la compra?

Pocas veces nuestras preguntas a borbotones nos conducen a la repercusión a largo plazo: ¿qué consecuencias tendrá esta situación en la aceptación de su primer suspenso en la universidad, de la respuesta de un mal jefe o de un noviazgo roto? Si le admito el berrinche y se sale con la suya, ¿será capaz de controlar sus instintos o acabará por sucumbir a sus deseos más primarios en otros terrenos? Dado que ya le he dicho que no y por eso ha entrado en barrena, ¿estoy rompiendo con mi autoridad hacia él si admito mi propia derrota?

Por supuesto que no hay tiempo para pensar todo eso. Así que conviene traerlo pensado de casa y venir bien formado para ser padre. Porque en las milésimas de segundo posteriores al estallido de cólera, solo nos sale resolver aquello pronto para volver al ‘statu quo’ precedente. Una decisión cómoda a corto plazo, pero definitivamente mala a largo plazo.

Si tuviéramos la capacidad de mirar a través de una bola de cristal y comprender las consecuencias educativas de situaciones aparentemente tan banales, nos lo tomaríamos más en serio. Y acabaríamos con la rabieta en ese preciso instante.

¿Cómo? Con autoridad. Porque el amor verdadero es el que también corrige. Y si no lo entienden hoy, ya lo entenderán mañana. Y si mañana no lo entienden, tampoco debe preocuparnos mucho.


Porque mientras sus gritos histéricos van en aumento -lo harán- tenemos que pensar en el inmenso favor que le estamos haciendo a nuestros hijos: están recibiendo una lección imprescindible de resiliencia.


El sofoco se les pasará en un rato. Y después habrán crecido como persona. De paso, como ya saben que no tiene sentido liarla con nosotros porque no consiguen lo que quieren, no volverán a liárnosla y se ahorrarn muchos sofocos. Así que, se mire por donde se mire, acabar con la primera (y última) rabieta de un niño es hacerle un favor inmenso.

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