El otoño es sinónimo de vuelta a las aulas, al trabajo, a las tareas que requieren nuestro esfuerzo. En nuestro papel de padres tenemos que lograr el reto de despertar en nuestros hijos el verdadero valor de la vida cotidiana, para que la vivan como una fiesta.
Septiembre y octubre son, con diferencia, los meses más antipáticos del calendario para buena parte de nuestra familia. Solo los más pequeños viven este tiempo con emoción por el reencuentro con sus amigos y compañeros de juegos del colegio. Para ellos, la vida es juego y el transcurrir de los meses solo les inquieta en cuanto al cambio del lugar en donde sus pasatiempos se celebran: la casa, la playa, la montaña o, a partir de septiembre, el colegio.
Sin embargo, para el resto de nuestros hijos, septiembre y octubre se presentan como inexorables aguafiestas año tras año. Estos meses son los causantes de «aguar la fiesta» a una vida sin despertador, sin libros, sin deberes y sin exámenes; a una vida de confort que venían disfrutando continuadamente durante casi 90 días.
¿Cómo puedo ayudar a mis hijos a superar este trance que supone la vuelta al colegio y a los estudios después de un tiempo vacacional tan prolongado? ¿Cabe tan solo que les confirme la resignación ante lo inevitable? ¿Dónde encuentro palabras que les impulsen a abrazar este nuevo tiempo que ahora comienza con alegría y entusiasmo?
En primer lugar, hay una pregunta que formulo a mis hijos y a mí mismo para que respondamos todos con franqueza. ¿Qué es para nosotros la fiesta? ¿Es algo externo a nuestra persona o la fiesta viene con nosotros? ¿Somos hombres que vivimos en fiesta o que solo vivimos en las fiestas?
Me refiero a que en España y en el resto de las llamadas sociedades del bienestar, nos encontramos con personas que solo viven en las fiestas. El resto de su tiempo, deambulan como espectros. Son jóvenes o adultos que arrastran con tristeza sus cuerpos mortecinos después de largas jornadas de trabajo o de estudio; sin ningún otro estímulo que descontar las horas que restan hasta alcanzar el fin de semana o la fiesta que fuere. Son hombres abatidos que anhelan la fiesta para recuperar la alegría que, supuestamente, el trabajo o el estudio les habrían arrebatado durante la semana.
¿No es un poco trágico que, si esta es nuestra suerte, la mayor parte de nuestra vida sea una vida «de muerte»? Porque mis hijos tienen todos ellos tres meses de vacaciones de verano, además de la Navidad y alguna que otra festividad local. Pero yo, al menos, dispongo solo de 22 días laborables a repartir durante todo el año. Negro panorama se les presenta si solo durante ese puñado de días consiguen ser hombres y mujeres en fiesta.
Tal vez por esta razón, muchas personas rechazan hoy la fe. Simplemente, porque la vida eterna en estas circunstancias no les parece algo deseable. Seguir viviendo para siempre -sin fin- parece más una condena que un don (Benedicto XVI, Spes salvi).
¿No es dramático considerar que nuestra alegría provenga del mes en el que nos encontremos o de si estamos en el colegio, en el trabajo o en la playa? ¿De acontecimientos incontrolables, externos a nosotros mismos?
Yo no quiero para mis hijos una Vida de fin de semana, los deseo siempre vivos, siempre despiertos. En el estudio y en el descanso, en octubre y en agosto. Por eso, me afano en que descubran el sentido profundo del estudio y el trabajo. Porque si no lo consiguen, toda su existencia se reducirá a mero activismo estéril y desordenado.
El tiempo de estudiante resulta trascendental. Y a muchos jóvenes se les puede aplicar lo que José María Pemán relataba maravillosamente en los versos de «El divino impaciente»:
Eres arroyo baldío que, por la peña desierta, va desatado y bravío. ¡Mientras se despeña el río se está secando la huerta!
Sé que mis hijos son tentados a estudiar lo mínimo para alcanzar el aprobado, a realizar sus tareas de forma mediocre y a escuchar las lecciones del profesor anodinamente. En conclusión, a despeñar su potencial en «peñas desiertas».
En palabras de G.K.Chesterton «La mediocridad, posiblemente, consiste en estar delante de la grandeza y no darse cuenta». Esta es nuestra misión como padres: ayudarles a despegarse de esa mediocridad y descubrir la grandeza que tienen delante de sí y de la que ellos no se dan cuenta; mostrarles la magnitud que concede el conocimiento y la sabiduría que otorga el estudio.
Santa Teresa de Jesús afirmaba que «entre los pucheros anda el Señor». Y en el mismo sentido, el monje trapense San Rafael Arnáiz explicaba con humor que, un día lluvioso del mes de diciembre, mientras trabajaba en un almacén del monasterio limpiando lentejas, pelando patatas y nabos, unos diablillos le insinuaban: «¡¡Que haya yo dejado mi casa para venir aquí con este frío a mondar estos bichos tan feos!! Verdaderamente es algo ridículo esto de pelar nabos». Poco tiempo después contesta a la pregunta de los diablillos sobre qué es lo que estaba haciendo allí diciendo que pelaba nabos por amor a Jesucristo.
Santa Teresa y el Hermano Rafael nos sirven para ayudar a nuestros hijos a iniciar el nuevo curso con vigor. Porque también entre los libros anda el Señor. Llegarán los meses fríos de otoño e invierno y habrá momentos en los que ciertos diablillos les abrumaran en silencio sugiriéndoles que estudiar no tiene sentido y que es algo ridículo escuchar a cierto profesor o realizar determinadas tareas. Otros diablillos les despistarán evocando los meses veraniegos e imaginando una vida fácil sin esfuerzo ni estudio. Y les preguntarán qué es lo que están haciendo allí sentados en su mesa con los ojos fijos delante de un libro.
Es entonces cuando les invito a responder con firmeza a estos diablillos ¿Que qué estoy haciendo? Estoy estudiando por amor ¡por amor a Jesucristo!