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La euforia permanente

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Los «duendes domésticos» muchas veces se nos hacen insoportables. ¿Duendes? ¿Bichitos? No estoy en Babia, pues no me olvido del porcentaje de separaciones que se producen hoy y en los motivos que se aducen en los juzgados, que son de un tamaño descomunal. Ese tipo de razones se las dejo para que las computen los sociólogos, pero yo me remonto a los antecedentes por aquel viejo refrán de que «es mejor prevenir que curar».

Los conflictos no surgen como las setas. Se necesita un germen, una temperatura, una humedad, una luz y muchas cosas más que describiría un especialista. Sin que confluyan todos esos factores no hay setas y, por el contrario, cuando coinciden se multiplican y se venden más baratas. Es exactamente lo que ocurre: hemos abaratado el producto.

Hoy vamos a hablar de otro «duende» o, si lo prefieren, de esa «termita» que se nos está comiendo las vigas sobre la que se soporta la casa sin enterarnos. Me refiero al aburrimiento. A aquello de lo que hablaba una abogada matrimonialista cuando comparaba las crisis matrimoniales a cambiarse de tumbona sobre la cubierta del Titanic. Estoy harto de ver siempre el mismo encuadre del mar y se me clava la lona en los huesos. Voy a ver si en la hamaca más próxima me encuentro mejor, pues observo felices y sonrientes a los que están allí porque han elegido asientos de rayas verdes.

Euforia permanente

¿Sabes qué me pasa? Que lo que antes me parecía maravilloso, ahora me resulta detestable. En aquellos tiempos -años, meses, o días- de ilusión, todo era fascinante y delicioso. Cada día esperaba encontrarme algo nuevo en él/ella. Ahora cada día igual. ¡Qué pesadez! Me sé de memoria lo que me espera y cada vez se me hace más insoportable.

Pongamos las cosas en claro: el matrimonio no es el circo, donde cada número tiene que superar al anterior y la euforia es la nota dominante. Sin duda, uno de los grandes enemigos del matrimonio es el aburrimiento, esa mirada gris que nos hace verlo todo de forma monótona y triste, pero el problema está en nuestra mirada, en nuestros ojos. En que sólo me quedo con lo negativo.

Los defectos del otro o de los hijos nos producen un cansancio infinito. Al volver a casa nos encontramos con el mismo escenario en el que el adolescente permanece tumbado, aquel se pelea con las hermanas, las toallas de baño están por el suelo y la pasta de dientes no hay quien la encuentre. Pongo ejemplos muy «tontos» pero reales.

También se puede objetar que esta mujer me tiene aburrido de arreglarse sólo para sus amigas, o este caballero llega siempre tan cansado que no da «palo al agua» en la casa y ya estoy harta.

Alguien se preguntará, «¿Acaso te parece sugerente el panorama? ¿Entiendes por qué procuro retrasar lo más posible la llegada a casa?».


¡Esa es la vida! O aprendemos a sacar brillo a lo cotidiano, o el bostezo se convertirá en tedio y el tedio en un hastío insoportable. 


Se trata de mirar los «pequeños problemas» como «pequeñas oportunidades» que relajen una tensión, supongan una sorpresa, dejen abierta una salida airosa y aireen el ambiente sobrecargado.

Hay que abrir las puertas de la casa, del hogar, de la familia, haciendo de ella algo muy sencillo a la vez que grato de vivir. Los cónyuges y los hijos deben sentirse «sueltos», flexibles con el mínimo número de manías o de reglas rígidas. Chesterton decía que «el único sitio de la tierra donde se puede alterar un plan o permitirse un capricho es la familia». Eso no significa que tengamos las habitaciones como Beirut después de un bombardeo. Sin obsesiones ni rarezas, cuando hay cariño cada uno procurará que los demás se sientan a gusto e intentará evitar lo que le molesta al otro.

Algún lector me preguntará… «Y, ¿ese cariño quien lo pone?». El marido o la mujer han de ir por delante de los hijos. «¿Y entre ellos?…». El que más calidad humana posea.

Unas veces será uno y otras el otro. Esto puede ir por temporadas. Cuando algún asunto interno o externo tenga al otro más «sombrío» habrá que suplirlo.

Me dirán que es una respuesta «políticamente correcta». Procuro ser sincero. Pienso que alguna vez he anotado en estas páginas que con un solo miembro de la familia que cambie, poniendo un poco de alegría a la vida, todo empezará a ser de otra manera.

Algún correo electrónico he recibido con la acusación de que pretendo que seamos héroes. De ninguna manera. Alguien piensa que está haciendo una gesta por cerrar los oídos para no escuchar el desahogo entre dientes del otro, cuando se le escapa* «¡Qué terco es!».

No pienso en gestas heroicas que merezcan una condecoración, hablo de pequeños detalles. Miguel Delibes, al describir a su mujer en la novela Señora de rojo sobre fondo gris la define como «Una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir». Él mismo añade. «Se puede decir de alguien algo más hermoso».   

«Ya, pero siempre me toca hacerlo a mí y los demás no se enteran de los sapos que me trago, y siguen haciendo su santa voluntad». ¿Por qué piensas que no lo ven? ¿No será que lo archivan? ¿Acaso buscas el aplauso fácil? En el amor se da sin esperar, pues de lo contrario todo lo que te llegue te parecerá poco.

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