Cuando Reino Unido planteó la necesidad de crear un Ministerio de la Soledad me di cuenta de la gravedad de un problema que las sociedades modernas llevan décadas construyendo. No se nos reconoce nuestro papel imprescindible en la sociedad, somos la base de la persona y el baluarte de la educación en los valores que la sociedad necesita.
Los políticos se han obsesionado tanto por contentar al individuo/votante que han olvidado que lo que lo convierte en persona son sus relaciones familiares.
El problema es ideológico y político, de mucho calado. El problema, como denuncia Elio Gallego, director del Instituto de Estudios de la Familia de la Universidad CEU San Pablo, exige un cambio cultural que sitúe a la familia en el lugar nuclear que le corresponde. No quiero ser pesimista, pero tenemos que aplicar una cierta dosis de realismo a los problemas que nos atañen, y la deriva individualista y materialista de las sociedades occidentales no se cura solo a base de papeletas de voto.
Pero la política es también un sitio por el que empezar. Y lo es porque las campañas electorales y los procesos de votación tienen una sorprendente capacidad para poner sobre el tapete los temas que deben formar parte del debate público. Lo que nos preocupa en nuestro fuero interno se ve marcadamente influido por aquello de lo que se habla en el espacio público, hoy compuesto especialmente de redes sociales marcadamente ideologizadas y de medios de comunicación fuertemente espectacularizados.
De modo que, en la medida en que las familias logremos que los políticos sitúen nuestros intereses en el centro del debate, la necesaria reflexión que la sociedad hará sobre ellos está garantizada. Por eso debemos alzar la voz por el bien de la familia. Y no es en absoluto un discurso egoísta. Al contrario, lo hacemos por toda la sociedad porque, señores políticos: sin familia, no hay mañana.
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