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La experiencia de un escritor

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Me aficioné a la lectura a partir de los doce o trece años, no antes. En mi casa había muy pocos libros (se podían contar con los dedos de las manos). En el colegio al que iba jamás me recomendaron leer (a mis maestros, leer les parecía una pérdida de tiempo).

En mi barrio de la periferia no existía una sola biblioteca ni un centro cultural ni un lugar que tuviera una mínima relación con los libros y, en general, con la cultura. A pesar de todo, yo me aficioné a leer a partir de los doce o trece años, como ya dije. Y no sé por qué. O quizá sí lo sepa.

Leer ampliaba mis horizontes sin límite y me permitía salir del estrecho callejón por el que transcurría mi vida. Creo que los libros me hicieron distinto, diferente. Gracias a los libros veía cosas que los demás no veían, a pesar de que ya entonces había perdido dos o tres dioptrías y no me quitaba las gafas ni para jugar al fútbol durante los recreos.

Gracias a los libros viajé por todo el mundo a pesar de que mi familia ni siquiera salía de Madrid una vez al año para ir de vacaciones.

Leer me proporcionaba un inexplicable placer.

Por entonces comencé a ahorrar la propina que mis padres me daban los domingos para, juntando las de varias semanas, comprarme un libro. Creo que mi gesto les conmovió y de vez en cuando ellos me compararon alguno.

También fue entonces cuando comencé a inventarme historias, que escribía en unas pequeñas libretas de hojas cuadriculadas y con pastas de color verde. Esas libretitas nos las vendían en el propio colegio y, según los profesores, debían servir para que llevásemos en ellas una especie de diario escolar: horarios, deberes pendientes, fechas de exámenes… Yo, por supuesto, nunca las utilicé para tal fin.

Alfredo Gómez Cerdá. Autor de numerosos libros de literatura infantil y juvenil.

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