Pensemos en esta reflexión de un anciano personaje de una de las novelas de Jostein Gaarde. «Se tienen dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc., y si vas calculando así, hacia atrás, llegarás pronto a una cifra inmensa. Piensa por ejemplo en los tiempos de la peste de 1349… la muerte iba de pueblo en pueblo, de casa en casa, y los más afectados fueron los niños.
En algunas familias murieron todos, y en otras sobrevivieron quizá uno o dos. Miles de antepasados tuyos eran niños en aquel momento, pero ninguno de ellos murió. Si no, con que hubiera faltado uno solo de ellos, no estarías aquí, desde luego».
La reflexión continúa: «La posibilidad de que ninguno de tus antepasados muriera de niño, a lo largo de los siglos, ha sido de una entre millones. Porque no se trata únicamente de la peste negra, ¿sabes?, sino que, además, todos tus antepasados llegaron a adultos y tuvieron hijos, incluso durante las peores catástrofes naturales, e incluso en tiempos en que la tasa de mortalidad infantil era muy alta. Naturalmente, muchos padecerían antes alguna enfermedad, pero todos se recuperaron. Has estado a un paso de no llegar a existir millones de veces.
Tu vida sobre este planeta se ha visto amenazada por insectos y animales salvajes, por meteoritos y rayos, enfermedades y guerras, inundaciones e incendios, envenenamientos e intentos de asesinato. En cada una de las guerras civiles hubo centenares de antepasados tuyos heridos, en ambos bandos. Cada vez que han volado flechas por los aires, tus posibilidades de nacer han estado bajo mínimos. ¡Y sin embargo, aquí estás, hablando conmigo! ¿Lo entiendes?
«Estoy hablando de una continua cadena de aparentes casualidades. Una cadena que retrocede hasta el origen primero de la vida, y que ha hecho posible todo lo que vemos ahora. La posibilidad de que mi cadena no se rompiese en ningún momento en el transcurso de tantísimo tiempo es tan remota que resulta casi impensable. Pienso que cada pequeño habitante de la tierra tiene una enorme suerte».
Esta reflexión de un personaje de Jostein Gaarder nos invita a considerar algo incuestionable: cada uno de nosotros hemos llegado a la existencia después de superar infinidad de posibilidades de no hacerlo. Cada vez que en una batalla o en una epidemia moría una persona joven, y moría esa persona en concreto y no otra, se producía un pequeño viraje en el curso de la historia, pues con ello toda una multitud de descendientes de esa persona nunca llegarían a nacer.
Cada vez que un chico y una chica se enamoran y forman una familia en concreto, y no otra, cambia también el curso de la historia. Cada uno de esos pequeños o grandes hechos hace que nazcan o dejen de nacer muchas personas, bien distintas de las que habrían nacido si las cosas hubieran sido de otra manera. Todo eso hace que lleguen o no a existir quienes para bien o para mal marcan los grandes cambios en la sociedad en cada lugar y cada época.
Hemos nacido cada uno de nosotros, y no cualquiera de los otros miles de millones posibles. Podemos pensar que nuestra existencia es fruto de una gigantesca casualidad, o bien que es fruto de una particular providencia de Dios. Si somos de estos últimos, es decir, si somos de los que creen que el mundo no es un simple capricho del azar, entonces hemos llegado a él para algo, tenemos una misión que cumplir y una consiguiente responsabilidad. Descubrir cuál es ese papel nuestro, y realizarlo bien, resulta clave para nuestro acierto en el vivir y para el de muchas otras personas.