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Estar de vuelta, ¡mejor no!

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Me hace poca gracia servir de amplificador a determinados acontecimientos, menos frecuentes de lo que parece, aunque corran a la velocidad de la luz y difundan un miedo escénico bastante llamativo.

Muchas personas me piden que dedique un lugar en estas páginas a esos matrimonios que están en peligro de «descarrilamiento» cuando aún no han transcurrido tres años desde la fecha de su boda. Suelo confirmar con datos que el porcentaje es mínimo, comparado con los que prosperan felices, pero he de aceptar que existe una mayor incidencia de esta enfermedad, fácilmente superable, con una buena dosis de sentido común y realismo, mezclado a partes iguales.

Los síntomas de la dolencia podrían resumirse en un envejecimiento prematuro, un estar de vuelta, a pesar de no haber dado ni un solo paso en le camino de ida. Los virus pueden tener las más variadas procedencias, pero el «mal-estar-general» es el mismo.

Primeras complicaciones

En realidad, lo único que ha ocurrido es que han surgido las primeras complicaciones, propias de una crisis de crecimiento, y al dar «el estirón», disminuyen las defensas y nos quedamos sumidos en un estado de inapetencia. Produce mucha pena ver cómo un matrimonio confunde un catarro común con un cáncer y cruza los brazos como si se encontrara ante un destino fatal.

Hay que recordar a esa pareja, que el amor de un hombre y una mujer, empieza por un sueño, una ilusión que lo promete todo y lo espera todo. La presencia del otro se presenta como algo fascinante e inagotablemente nuevo, tan lleno de misterio que cambia el colorido de las cosas. Sin embargo el sueño no es lo nuestro, nos envuelve mientras estamos inconscientes pero no podemos pasar la vida en permanente estado de letargo. Por brillante que sea su colorido, nos convierte en fugaces espectadores en una farsa en la que carecemos de protagonismo.

Alguien puede objetar que sin soñar con una Dulcinea o una ínsula Barataria nunca llegaremos a ningún lado… ¡hace falta estar un poco loco! No confundamos los términos: los genios sueñan despiertos, no dormidos. La genialidad surge cuando se ve mucho más lejos de lo que perciben los ojos. Es la realidad la premisa básica para moverse en la vida.

Proceso amoroso

Que nadie piense que soy un aguafiestas. Esas sensaciones tienen su lugar y su momento, dentro del proceso amoroso. Forman parte de la naturaleza del hombre y adornan un pórtico muy sugestivo que es necesario traspasar. Lo chocante es pretender pasarse la vida en la puerta, sin traspasarla. Todavía no hemos cruzado el umbral de la fantasía para entrar en el amor.

Sin embargo la sensación que tenemos es que estamos enamorados con un amor arrancado de las más nobles profundidades del alma.

Si alguien nos dijera que en ese amor hay demasiado orgullo y ansiedad de poseer por parte del hombre, y sobradas ganas de ser deseada y elegida por la mujer…le echaríamos a puntapiés.

Un mínimo de honradez intelectual nos ha de llevar a aceptar que antes que al otro nos estamos buscando a nosotros mismos. No intentamos calificar estos modos de actuar. Basta con saber que es así. Que ésta es la «pasta» de la que estamos hechas las personas, para no llevarnos sorpresas.

Confort arrullante

En estos primeros meses o años, la idolatría no es el fruto de un exceso de amor sino de demasiado egoísmo.Adoramos en el otro todo aquello que nos satisface, nos embelesa y nos adula. Buscamos el confort arrullante de haber acaparado su atención y haberle sorbido el seso por completo. El posesivo MIO es el más repetido, para atraer su mirada y ser el objeto de sus menores cuidados. Nuestros caprichos y satisfacciones son los escalones de un trono que los dos deseamos ocupar.

En esta situación, cada uno reclama al otro su parcela de felicidad, tan larga profunda, ancha, y deslumbrante como la vio en el sueño. Tan detallada y exacta como la tenía prevista y con su cortejo de amabilidades sin cuento.

Al llegar a este punto, cada uno de ellos empieza a fruncir el ceño. Se encuentran con que tienen en frente una persona de carne y hueso, con sus humores cambiantes, cansancios lógicos y singularidades que vienen de muy lejos. Empiezan a hurgar y comienza la decepción porque piensan que ya han tocado el fondo del otro…y allí no hay casi nada. Es un diagnóstico claramente erróneo pues con lo que han tocado ha sido con el fondo del propio «yo». La decepción no viene del otro, viene de sí mismo. La consecuencia es prácticamente inevitable: dos «yo» lo único que saben hacer es chocar.

Renovar los esfuerzos

Comienza entonces entre los cónyuges la constante acusación reciproca de las insatisfacciones. Si tu no me das esto ¿por qué yo he darte aquello? Son los arañazos para llegar a alcanzar los últimos vestigios de ilusión que van quedando desgarrados y montados sobre una carne sin espíritu: se pretende renovar los esfuerzos para acaparar al otro, mientras se comprueba que no hay manera de recibir sin la dádiva que nos resistimos a otorgar.

De ahí que la primera prueba de honradez ante una situación de este tipo es preguntarse ¿He montado mi matrimonio como un mercado en el que doy para recibir? ¿Qué he venido a buscar? ¿Estoy dispuesto a dar, sin medir con una aproximación de milímetros lo que voy a recibir? ¿Estoy convencido que si el otro cónyuge no es el ideal, yo tampoco soy el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno? ¿Qué puedo hacer yo con independencia de lo que haga el otro? A partir de las respuestas que nos sugieran estos interrogantes, empezaremos a poner los pies en el suelo y a entender que para amar hay que no mirarse la punta de los zapatos.

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