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El espejo del estrés

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Hace años, mis hijas me dieron una brillante lección. Eran tan pequeñas que pasarán aún muchos años hasta que se enteren del favor que me hicieron. Me ayudaron a mejorar. De hecho, tengo el pleno convencimiento de que ser padres nos hace siempre mejores porque nos obliga a revisar cada uno de nuestros comportamientos, observados, asimilados y copiados por nuestros hijos. Los niños son como un espejo en el que se reflejan nuestras virtudes pero también nuestros defectos.

La escena tuvo lugar mientras jugaban a las muñecas. Representaban una mañana cualquiera y, prácticamente al borde de la histeria, gritaban a sus imaginarios vástagos: «¡Venga, venga, vamos, que llegamos tare! Pero ¿quieres hacer el favor de darte prisa? ¿Cuántas veces te tengo que decir que te laves los dientes?»

La situación me dio tanta vergüenza que estoy convencida de que me subieron los colores hasta un intenso magenta. Porque realmente, a medida que escribo estas palabras, puedo percibir el sonido chirriante y reiterativo de mi propia voz en una mañana cualquiera.

La lección que me dieron es que tengo que ser más paciente, tener menos prisas y gritar menos.

Y la teoría se me grabó a fuego en el cerebro hasta el punto de que el recuerdo me asalta muy a menudo. Pero la práctica… ¡ay, la práctica! Ahí, si llego al aprobado, es raspadito. El espejo de mi propio estrés está en el estrés que genero en el resto. Y a estas alturas, con todo el curso a nuestras espaldas, ando en límites muy por encima de la media en estrés.

Por eso me ha venido tan bien aprender a dialogar -de verdad, en profundidad, de manera constructiva-, a estar con los míos -hijos, marido, padres, suegros-, a dejarles volar -y caer- para que puedan crecer, a saborear cada momento, a disfrutar con una buena lectura, a educar alrededor de la televisión.

En una palabra, a desestresarme para desestresarlos, a regalarles mi mejor ‘yo’ porque se lo merecen y porque eso los hará aún mejores.

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