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El error de ayudar a los hijos cuando no lo necesitan

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Voy buscando unas zapatillas de deporte para una hija mía de nueve años. El único día de lluvia que hemos disfrutado en Madrid desde tiempos que ya ni recuerdo nos hizo constatar que tienen un tremendo agujero que el zapatero remendón no se siente capaz de resolver. Total, que empeño un buen rato en recorrer con ella los lineales de una tienda. Y cuál es mi sorpresa al descubrir que es más fácil llevarme unas zapatillas de velcro, de las que tienen cierre de pegar, que unas de cordones.

Digo sorpresa porque me sorprende bastante que algún fabricante piense que una niña de nueve años, capaz de estudiarte los órganos que componen el aparato respiratorio o las cincuenta provincias de España con sus dos ciudades autónomas, no sepa, o pueda no saber, atarse los cordones del zapato.

Aumenta mi sorpresa al comprobar que hay zapatillas de velcro hasta la talla 38, que equivale a una 6 en tamaño americano, un mocito o una mocita que ya pasa ampliamente el 1,60m. Y la verdad, me produce un cierto sonrojo pensar en un bicharraco de semejante altura que aún no sepa hacer nudo y lazada y que, sin embargo, sea capaz de instalar la consola de videojuegos en el HDMI correcto. Porque lo del nudo y la lazada es infinitamente más sencillo, se lo aseguro.

Claro, si no saben atarse los zapatos puede ser por dos motivos. El primero, que nadie les ha enseñado. En este supuesto, qué duda cabe de que la culpa es de los padres, dedicados a enseñar o facilitar el aprendizaje de cientos de saberes poco cotidianos, como el chino mandarín, pero poco conscientes de las limitaciones de nuestros hijos en la vida cotidiana.

El segundo motivo también es culpa de los padres: nuestros hijos no se atan los cordones de los zapatos por la sencilla razón de que alguien lo hace por ellos. Nunca han tenido la necesidad de aprender. Y como nosotros no sabemos cómo romper ese estúpido vínculo de cordones, les compramos zapatillas con velcro.

Andaba yo pensando en el velcro un viernes por la tarde cuando comprobé, no sin estupor, una escena terrorífica en el patio del colegio. Sentados en las gradas que rodean las canchas de fútbol y baloncesto, un nutridísimo grupo de niños estiraban sus piernecitas con el piececito enfundado en una media deportiva en una cómica pose que me recordó enormemente a la de las hermanastras de la Cenicienta mientras se probaban el zapato de cristal. Los abnegados padres, cual lacayos del rey, con rodilla en tierra, enfundaban en aquellos pies de talla más que elevada las zapatillas de fútbol y de baloncesto. Pues listo, ahí lo tienen: chicos capaces de exigir unas nuevas deportivas de marca, pero incapaces de atárselas.


No pude por menos que recordar una frase que le he escuchado muchas veces a una madre de familia numerosa que, aunque pudo haber atado cada lazo de sus hijos, prefirió enseñarles a hacerlo: «Toda ayuda innecesaria empobrece a quien la recibe».


Si es usted de los del velcro y la rodilla en tierra, no se agobie, «nunca es tarde si la dicha es buena». En cuanto enseñe a sus hijos a atarse el nudo de los zapatos notará cómo mejora su dolor de lumbares al mismo tiempo que crece de manera insospechada la autoestima de sus retoños, a los que engrandece no recibir la ayuda que no necesitaban.

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