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Un entorno fácil

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En julio de 1599, el almirante Jacob Van Neck vuelve al puerto de Amsterdam después de la segunda gran expedición holandesa por el Océano Índico. Se encuentra con un gran recibimiento.

Van Neck trae consigo toda una serie de especias muy apreciadas, entre ellas casi un millón de libras de pimienta y clavo, así como nuez moscada, maza y canela. Y trae también algo que despierta un notable interés. Un ejemplar único de un ave de gran tamaño, que vive pacíficamente en grandes bandadas en la Isla Mauricio, a 900 kilómetros de Madagascar.

Aquel enorme pájaro tiene un pico ganchudo y patas muy cortas, una especie de capucha en la cabeza y una cola con plumas blancas. Es tan pesado que no puede volar, y cuando corre es tan torpe que parece barrer el suelo con su enorme panza.

Pero aquel descubrimiento no resulta nada positivo para esa curiosa especie de ave no voladora de la Isla Mauricio. La necesidad de los navegantes de encontrar carne fresca para su sustento, así como el ansia de los coleccionistas de especies raras, suponen en poco tiempo una gran merma. Los perros y cerdos de los colonos se comen los huevos de dodo, y las ratas de los fondeaderos de los barcos matan a las crías. De modo que, cien años después de su descubrimiento, no queda en la Isla Mauricio ni un solo dodo. Y en esa misma época, por parecidos motivos, se extingue también en la vecina Isla de Reunión.

El dodo es un ave columbiforme que, como otras aves del Océano Indico, habían dejado de volar para volverse aves terrestres. Aquella isla fue durante miles de años un hábitat extremadamente favorable para ellas. Con el paso del tiempo, se fueron adaptando a ese entorno tan generoso y acogedor, donde tenían alimento abundante y no había depredadores a los que temer. Incubaban en el suelo, y tanto los huevos como las crías no corrían peligro. Al estar bien alimentadas y con poco movimiento, acabaron siendo aves de gran tamaño, de casi un metro de altura, con un peso entre diez y quince kilos.

Las patas eran robustas, pero el peso era tan grande que acabaron por perder totalmente la capacidad de vuelo y con ello sufrieron también una fuerte regresión en su musculatura, además de una transformación en el plumaje, que se volvió filamentoso. La cola se acortó extraordinariamente y conservó solo unas pocas plumas arqueadas y fijadas débilmente.

Cuando los descubridores los encontraron, se sorprendían por su torpeza y por la facilidad con que podían ser cazados, pues el dodo evolucionó sin ningún contacto con seres humanos y no los veía como una amenaza.

Traigo a colación este ejemplo pensando en la educación. Está claro que para educar no hace falta salir en busca de peligros, pero parece claro también que cuando no hay peligro alguno, cuando todo el entorno es fácil y cómodo, entonces, paradójicamente, esa falta de peligros acaba siendo el peligro mayor, porque no se desarrollan capacidades ni resistencias, y eso hace crecer a las personas sin defensas, sin recursos, sin sabiduría.

No se trata de buscar peligros ni ocasiones de tropiezo, basta quizá con no sobreproteger, con no querer evitar a toda costa cualquier contrariedad o sufrimiento. Cuando se vive demasiado resguardado de cualquier dificultad, se pierden oportunidades de desarrollo que no es fácil alcanzar de otra manera.

Afrontar dificultades o peligros supone siempre un riesgo, pero es necesario para alcanzar la autonomía a la que siempre debe conducir la educación.

Toda persona se encontrará tarde o temprano con enemigos, con malos ejemplos, con solicitaciones engañosas. Tendrá que aprender a gestionar dilemas complejos. Tendrá que sobreponerse al acoso de entornos hostiles. Y la experiencia de la plácida vida del dodo, con abundante alimento y sin depredadores, y sobre todo la experiencia de su abrupto final, nos muestra que un día ese equilibrio se puede romper y hay que estar preparados.

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