Me temo, queridos lectores, que hoy vengo políticamente incorrecta. Aviso para que nadie se lleve a engaño porque, como diría mi madre «el que avisa no es traidor». Nos decía esto mucho después de diversas admoniciones por mal comportamiento que acompañaba de una simpática frase que, reconozco, tardé años en comprender:
«Se está rifando un guantazo y tienes todas las papeletas». El guantazo no llegaba porque bastaba el iracundo tono de voz para reconducir los comportamientos a su cauce. Y ya después, cuando entendí lo de la rifa y las papeletas, hasta me hizo gracia.
Lo cierto es que antaño se educaba mucho -no sé si bien pero sospecho que mejor que ahora- con el «porque lo digo yo, y punto». Y después llegó esta moda muy progre y muy democrática de discutirlo todo con los hijos y ganárselos en una prueba de retórica en cada combate -y no son pocos- en el día a día. Ya he dicho en varias ocasiones que yo lo de la democracia en las familias no lo veo. Nosotros tenemos cuatro hijos y mi marido y yo quedaríamos en franca minoría ante debates de la suerte: ¿saludable purecito verde de espinacas o grasienta pizza con queso?
Asistía el otro día desde la cómoda distancia a uno de esos «discursos-modernos-de-madres-comprensivas». Típica escena de «primípara añosa» con un hijo único policonsentido al que ya se le había pasado el arroz de la buena educación y con nueve años era un ser respondón, de esos que genera mal ambiente esté en el grupo de amigos en el que esté. En la generación de mi abuela ella habría exclamado: «un par de guantazos bien dados» y algún abuelo terciaría: «con la mano bien abierta». Pero ya entiendo que hoy decir esto está feo. Aunque lo pensemos.
El niño lo había hecho rematadamente mal y la madre trataba de explicarle los motivos de su tristeza, que no enfado. Y digo yo, ¿de verdad la madre piensa que al niño de nueve años al que le está cayendo ‘la del pulpo’ le importa el más mínimo pimiento cómo se sienta su madre? ¡Pero si él está siendo objeto de las más asombrosa de las reprimendas! Al niño lo que le importa es salir victorioso. Está en nuestra naturaleza: nos tomamos la más mínima crítica como una enmienda a la totalidad y sacamos la artillería pesada por cualquier minucia.
Aún hay otro problema en el argumento de la madre ¿De verdad cree que a su hijo le importa toda la película que ella se ha montado en la cabeza con su mal comportamiento? Los niños y adolescentes tienen bastante dificultad para visualizar el concepto del tiempo como lo entendemos los adultos y están terriblemente limitados para entender las consecuencias a largo plazo de sus actos.
Por eso se hinchan a golosinas un día y se quedan sin ninguna al siguiente, se gastan la paga según cae en sus manos aunque no desearan nada y les cuesta estudiar para un examen que aún no tiene ni fecha. Así que resulta entre cómico y ridículo pensar que al niño al que tratamos de explicar que tiene que terminar los deberes de matemáticas lo asocie a la necesidad de «ser alguien en la vida». No consigue centrar su atención en los deberes de esa tarde, menos aún visualizará su paso a Secundaria, a Bachillerato, a la Universidad, a un trabajo* Y desde luego, no se ve como un ‘nini’ desempleado de por vida carne de cañón para un capítulo de «Hermano mayor».
Lo del «porque lo digo yo, y punto», no se puede utilizar como única medida de un modelo de educación autoritaria.
Pero no está nada mal que se emplee como una manera eficaz de delimitar las reglas de juego y establecer quién las firma. Al final, en un partido de fútbol, por mucho que se debate si hubo o no penalti, quien toma la decisión es el tipo que tiene el silbato y eso nos deja tranquilos a todos porque alguien ordena nuestras vidas.
Y es que la clave está en que no podemos olvidar que no estamos aquí para caerles bien a nuestros hijos, para que justifiquen nuestras acciones, las compartan o las acepten, sino para hacer de ellos unos adultos moralmente buenos capaces de hacer del mundo un lugar un poco mejor. ¿Por qué? Porque lo digo yo, y punto 😉
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