«Por favor, ¿alguien nos podría decir cuáles son los ejercicios de matemáticas que tenemos que hacer para mañana? ¿Nos podéis enviar una foto? Es que se nos ha olvidado el cuaderno en casa». El texto procede de un mensaje de WhatsApp que un padre dejó escrito en el grupo de la clase de sus hijos. Es muy importante que, ahora que saben el origen de este descriptivo fragmento, lo vuelvan a leer haciendo hincapié en las palabras que hemos destacado.
Porque, no nos engañemos, este padre no utiliza la primera persona del plural como el signo de cortesía y humildad del plural mayestático empleado en las investigaciones de carácter científico, este padre usa el ‘nos’ porque realmente está haciendo los deberes con su hijo, porque considera que los deberes de su hijo son su problema y tiene que buscar una solución al olvido del niño. Tanto lo protege del mal ocasionado que acaba por culparse a sí mismo de dejarse el material en una clase que jamás ha pisado.
La llamada hiperpaternidad -que, por cierto, no diferencia mucho entre padres y madres, porque ellas son generalmente más protectoras pero cuando hay un ‘él protector’ se convierte en un verdadero talibán de la causa- hace estragos en la autoestima de los pequeños.
La hiperpaternidad en los deberes hace chicos incapaces.
Evidentemente, un padre, por muy protector que sea, no es capaz de cambiar el cerebro de su hijo por dentro, pero como bien explica el doctor Enrique Rojas en su último libro 5 consejos para potenciar la inteligencia, las múltiples inteligencias de las que tanto se habla en las escuelas no sirven de nada si en paralelo no se trabaja con ahínco la voluntad. Y la voluntad de un niño que se enfrenta asustado al reto de completar unas tareas desaparece por completo si considera que su padre no lo cree capaz.
Porque aquí reside el mayor de los dramas de ese hiperproteccionismo entre libros, cuadernos y lápices. Donde el padre piensa que está ayudando al hijo porque disminuye su presión a la hora de terminar su tarea, en realidad le está llamando inútil, le está diciendo que lo acompaña porque él no sabe hacerlo solo, que sin ayuda, no puede.
La voluntad del niño se va viendo erosionada día tras día. No solo por el acto mismo de recibir una ayuda que no necesitaba -como siempre me reitera una persona que ha sabido llegar lejos no empeño propio, toda ayuda que no se necesita, empobrece al que la recibe-. Lo más grave del asunto acaece cuando el niño compara su situación con la de otros compañeros que sí han hecho solos la tarea que tenían asignada.
Entonces se siente avergonzado. Porque nada da más vergüenza a un niño que sentirse un ‘bebé’ que necesita de sus padres para todo. Porque en nuestra naturaleza está inscrito que crecer significa hacernos autónomos.
Avergonzado, aunque con los deberes hechos, ese hijo se protege a sí mismo con un pequeño autoengaño de escaso recorrido: se niega a pensar que sea tonto y por eso le ayudan y decide pensar que le ayudan porque tiene derecho. Los padres, sin saberlo, han generado una peligrosa espiral, un círculo vicioso en el que la falta de voluntad para la acción, la escasa disposición al esfuerzo, son planteadas por el menor como un derecho adquirido, como parte de la naturaleza de la infancia. De ahí a las actitudes dictatoriales dista un minúsculo camino.
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