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Cuento de Navidad

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Sonó el timbre de la puerta. Ana se secó las manos con el delantal, deshizo el nudo que lo cenía a su cintura y lo dejó sobre el respaldo de la silla. Mientras se dirigía a la puerta se recogió el cabello en una coleta con una goma de pelo que llevaba en la muñeca.

Abrió la puerta y se encontró a su hijo Raúl esperando fuera. Llevaba puesto el abrigo pero estaba desabrochado. Alrededor del cuello, una bufanda roja de lana gruesa le tapaba hasta la barbilla. La mochila, demasiado grande y cargada para su edad, colgaba de su espalda como una joroba y le obligaba a inclinarse un poco hacia adelante para equilibrar su cuerpo. No levantó la cabeza hacia su madre ni le regaló una de sus enormes sonrisas. Porque cuando Raúl sonreía, toda su cara se escondía detrás de su sonrisa y sus ojos, azules y grandes, se achinaban y se llenaban de minúsculas arrugas que le daban el aspecto de un viejecito risueño. Cuánto amaba Ana esa cara risueña y la luz que desprendía. Le podía cambiar el día en un instante, como cambia cuando el sol asoma detrás de las nubes y se forma el arco iris.

Pero hoy Raúl no sonreía. Dio unos pasos y con su bracito apartó a su madre a un lado sin violencia como quien aparta una cortina. Con la cabeza baja se dirigió en silencio a su habitación arrastrando los pies bajo el yugo pesado de su mochila. Ana no dijo nada. Le siguió con la mirada mientras cerraba despacio la puerta y dejó que Raúl se encerrara en su cuarto. Esperó unos minutos que le parecieron horas y se encaminó a la habitación de Raúl. Acercó la cara a la puerta y apoyó la oreja derecha sobre la madera. No se oía nada. Había esperado escuchar llanto, o quizás gritos o incluso el ruido de objetos estrellándose unos con otros lanzados por la tormenta de una cólera incontenible. Nada. Tan solo silencio. Apartó la cara de la puerta y llevó su mano cerrada hasta casi tocarla. Pero la detuvo justo ahí, a escasos centímetros. Después tocó.

-Raúl, ¿puedo entrar? -lo había dicho con voz serena. No obtuvo respuesta, así que volvió a intentarlo.
-Cariño, ¿puedo entrar? -de nuevo silencio. Giró despacio el picaporte y empujó la puerta lo justo para deslizar dentro la cabeza. Raúl estaba sentado en la cama de espaldas a la puerta. La mochila yacía en el suelo, como si aquella joroba se le hubiera desprendido de repente. Llevaba puesto el abrigo y la bufanda. Tenía las manos recogidas en el regazo y la mirada puesta en la ventana.
-Cariño, ¿quieres que hablemos? ¿Me cuentas qué ha pasado?
-Ana sabía que era inútil forzar una conversación con su hijo. No es que fuera un niño callado. De sólito era alegre y expansivo y disfrutaba relatando sus aventuras diarias con una riqueza de expresiones y adjetivos sorprendentes para su edad. Pero cuando callaba, no queda más remedio que esperar.
– Estaré leyendo en el salón. Te he dejado la merienda en la mesa de la cocina -cerró de nuevo la puerta tras de si y se fue al salón.
No habían pasado quince minutos cuando Raúl apareció tan silenciosamente como había entrado en casa. Ana estaba leyendo. Fingió no haberle visto y continúo su lectura. Raúl se sentó en el sofá enfrente de ella.
Ana bajó el libro y miró a su hijo -¿quieres sentarte a mi lado? -lo preguntó como si nada sucediera. El niño negó con la cabeza sin levantar la mirada. «No está enfadado, está triste» pensó Ana.
-¿Me quieres contar lo que ha pasado hoy en el colegio?
-A la derecha de Raúl, sobre una mesa camilla, había un Belén que Ana colocaba cada Navidad con la ayuda de su hijo. Raúl giró su cabeza hacia el nacimiento, alargó la mano derecha y cogió la figurita de San José. Se la llevó al regazo y comenzó a darle vueltas con ambas manos mientras la miraba fijamente. Ana esperó sin decir nada.
-Iba a hacer de San José, pero ya no quiero -lo dijo con voz apagada, apenas un susurro.
-¿Y por qué no quieres hacer de San José? Es un papel importante en la representación
-Ana intuía lo que sucedía pero no podía precipitarse. Debía dejar que fuera Raúl el que lo explicara todo.
-Varios niños han dicho que no podía hacerlo -el San José de barro seguía dando vueltas entre sus manitas cada vez más deprisa. Raúl se pasó la manga del abrigo por la nariz y volvió a hacer girar la figura.
-¿Por qué? ¿Es muy difícil? Raúl no respondió. Seguía con los ojos fijos en el San José.
-No lo entiendo -dijo Ana -¿por qué no puedes hacerlo?
Raúl apretó con fuerza la figura de San José y sus manos empezaron a temblar. Miraba todavía al suelo. Luchaba por decir algo pero no le salían las palabras. Ana podía sentir la batalla en el interior de su hijo pero tenía que esperar.
-Ellos han dicho que San José es el padre de Jesús -dijo Raúl entre dientes -y que como yo no tengo padre, pues no puedo hacer de San José -y entonces se enroscó sobre si mismo con la cabeza metida entre las rodillas y los brazos alrededor de sus piernas. El San José estaba ahora aprisionado entre su mano y su pantorrilla.

Ana se quedó paralizada. Hay crueldades en los niños que ellos no han podido inventar porque requieren una mezquindad que tarda tiempo en fraguarse. Aquel comentario venía sin duda de algún padre cuyo hijo lo había repetido sin saber lo que decía. Pero ¿cómo explicarle eso a su hijo de 7 años? Hubiese querido gritar y maldecir a todos los padres estúpidos y crueles que hacían de sus hijos una perfecta imagen de ellos mismos. Sentía bullirle la sangre en las sienes y una rabia que le mordía el pecho como un perro salvaje.

-¿Y tú qué les has dicho? -se sorprendió a sí misma de haber formulado esa pregunta. ¿Qué podía decir su hijo? Raúl se limitó a levantar ligeramente los hombros sin abandonar su enrocamiento. Ana se acercó a su hijo y le puso suavemente la mano sobre la coronilla, justo donde el pelo le hacía un remolino que nunca había logrado domar. Empezó a acariciarle la cabeza muy despacio.

-Mamá…
-¿Si cariño?
-Yo quiero un papá también -y Raúl rompió a llorar como una presa que se quiebra. El cuerpecito le temblaba y un aullido de lobezno herido salía del escondite de sus rodillas y piernas. Ana le tomó de los brazos suavemente y los separó atrayéndolo hacia ella. Raúl se dejó hacer y fue a acurrucarse en el regazo de su madre. Las lágrimas bajaban lentas y cálidas por las mejillas de Ana mientras acariciaba la cabeza de Raúl que se agitaba bajo sus manos.
-Yo quiero un papá también -repetía entre hipidos y temblores -como San José…
-Cariño, ¿sabes que San José no era el papá de Jesús? -dijo Ana. Raúl dejó de llorar, apartó el rostro del regazo de su madre y la miró con ojos muy abiertos
-¿No? -preguntó con incredulidad.
-No -respondió Ana con una sonrisa mientras se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano.
-¿Y entonces Jesús no tenía papá tampoco? -la confusión de Raúl iba en aumento.
-Sí, claro que sí tenía papá, solo que no era San José. Su verdadero papá estaba en el cielo, como el tuyo. Raúl la miraba sin dar crédito a lo que oía.

Jaime de Cendra

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