Siempre me ha fascinado esa imagen icónica del aventurero que llega a un cruce de caminos y se encuentra con el clásico poste de madera carcomida, repleto de letreros sugiriendo docenas de direcciones posibles -¡algunas de ellas, contradictorias!- para continuar con su travesía.
Sin entrar en si la vida entera es, en esencia, un permanente “cruce de caminos”, lleno de decisiones, de elecciones y descartes, lo cierto es que el ocio de nuestros hijos, el uso adecuado de su tiempo libre, hace ya tiempo que está ante una aparente encrucijada: los videojuegos o la lectura; la pura distracción o el aprendizaje; las pantallas o el papel; la seductora novedad o la segura tradición.
El camino de la lectura
Ante esa disyuntiva, muchos padres y educadores elegiríamos rápidamente el camino de la lectura, porque lo conocemos más y porque otorga muchos beneficios evidentes:
– Ejercita la imaginación porque necesitamos “ver” lo que solo está en palabras.
– Aumenta la capacidad de abstracción y concentración.
– Mejora nuestra destreza para expresarnos correctamente con un vocabulario más rico.
– Nos ayuda a entender y precisar incluso nuestras emociones, llenas de matices.
– Fomenta la empatía, porque nos identificamos con personajes muy distintos y aprendemos a ver su punto de vista.
– Estimula el razonamiento, la reflexión y la memoria.
– Despierta la curiosidad por saber más, por profundizar.
– Proporciona conocimiento y se constituye en vehículo indispensable para aprender cualquier disciplina.
Fomenta el juicio crítico y con él, la capacidad para pensar con independencia, para separar el grano de la paja, para contrastar las fuentes y discernir lo que vale y lo que no, de entre una ingente masa de información, divertida pero también peligrosa, si no ponemos filtros.
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El camino de los videojuegos
Si le preguntáramos a los defensores de los videojuegos por los beneficios que estos conllevan, seguramente nos harían ver algunas aportaciones importantes:
– Mejoran la capacidad para tomar decisiones, porque su esencia es precisamente dar autonomía al jugador y promover la intuición para hacer frente a los imprevistos.
– Facilitan la asunción de responsabilidad en los niños, ya que casi todo lo que sucede es consecuencia directa de sus actos o de aquello que dejan de hacer.
– Disminuyen el impacto del error, el miedo a equivocarse porque no hay consecuencias dramáticas más allá de que tengas que volver a intentarlo.
– Mejoran la autoconfianza porque te hacen creer en tus propios recursos, y en que estás preparado para afrontar la incertidumbre.
– Estimulan el pensamiento flexible e interconectado, obligándote a usar de inmediato la información que adquieres.
– Desarrollan también la memoria visual, a través del empleo de mapas, recorridos, imágenes y colores.
– Impulsan la atención sostenida, esencial en niños con déficit de atención e hiperactividad.
Ante esta situación de empate técnico, ¿qué pasaría si le preguntamos a nuestros hijos?, ¿qué creen que responderían? En plena era digital, con su inagotable oferta audiovisual -películas, videos, canales de internet, redes sociales, gigantescas plataformas online que ofertan a todas horas-, me temo que el camino de la lectura, como tiempo de ocio infantil, va claramente contracorriente, y casi siempre necesita prescripción. Las estadísticas son inapelables -especialmente durante la adolescencia- en cuanto a que la mayoría de los chicos y chicas lee, sí, pero casi siempre como parte de su obligación académica, con una perniciosa consecuencia: cuando se acaba el colegio, se acaba también la lectura, y los niños y adolescentes para relajarse acuden masivamente a los videojuegos como principal ocupación de su tiempo libre no deportivo. Es ya un hecho contrastado que esta forma de ocio, a día de hoy, mueve más dinero y ocupa más tiempo de esparcimiento que la música y el cine… juntos.
Una alianza necesaria: la unión hace la fuerza
Ante semejante panorama, ¿hay alguna posibilidad de que la lectura venza a los videojuegos? Sin pecar de pesimista, me temo que no, en el terreno del tiempo libre no podrá derrotarlos nunca. Pero eso no significa que no podamos hacer nada al respecto.
Quizá debamos resignificar ese aparente “enfrentamiento”, esa batalla entre dos enemigos irreconciliables y plantearlo como una “alianza necesaria”, trabajar juntos por un objetivo común que merece la pena: que los niños lean más, en una etapa que marcará su desarrollo posterior como personas adultas, y lograr además que lo hagan en su tiempo libre, como elección de ocio, de diversión, y no solo como imposición académica.
El primer paso lo dieron las “aplicaciones gamificadas” de lectura, promovidas desde hace unos años por muchas editoriales especializadas en el canal escolar. Fue una iniciativa interesante pero se quedó a medio camino a la hora de conquistar el favor de los niños, ya que los elementos audiovisuales, las mecánicas de juego, y la propia narrativa que emplearon, eran excesivamente simples -por no decir aburridas- para niños que viven en plena era digital, y están acostumbrados a otro nivel tecnológico, emocional e incluso, interactivo. Y es que los videojuegos ya no son solo fuente de diversión individual, sino también colectiva, por cuanto la mayoría de las misiones y retos que plantean se resuelven en equipo, entre varios amigos que actúan de forma coordinada.
Ahora ha llegado el momento de ir un poco más allá, de crear auténticos videojuegos que promuevan la lectura infantil, que conecten con las preferencias de los más pequeños y aprovechen además un elemento clave que es consustancial a los propios videojuegos: su capacidad para generar hábitos. Decía Aristóteles que “Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito”.
Nuestro cerebro los busca, permanentemente, como fórmula de ahorro, para evitar el consumo de energía, en este caso, de procesamiento mental. Las decisiones se automatizan (casi un 40% de las que tomamos a diario) y surgen patrones de conducta neurológicos, mucho más fáciles de mantener.
Como estableció claramente el “Departamento del cerebro y las ciencias cognitivas” del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) en los años 90, el “bucle del hábito” se establece a partir de 3 elementos: el disparador, la rutina y la recompensa. En el caso de un videojuego, todo es más sencillo, ya que los tres componentes son audiovisuales -atractivos, breves y de alto impacto- y están entrelazados. Si queremos que nuestros adolescentes lean, necesitamos empezar a establecer ese hábito en la franja inmediatamente anterior: entre los 7 y los 12 años, en la que los niños son autónomos desde un punto de vista tecnológico, leen sin dificultad y aún son “prescribibles” por parte de los padres y educadores. Si somos capaces de intervenir en ese periodo y crear rutinas sencillas, con recompensas a la lectura, tanto extrínsecas (premios, reconocimiento), como intrínsecas (orgullo, autoconfianza), lograremos adolescentes lectores, que mantendrán el hábito en base a recompensas puramente intrínsecas (el amor a las letras que seamos capaces de hacerles descubrir).
Quizá el auténtico cruce de caminos del que hablábamos al principio no se plantea entre lectura y videojuegos, sino entre algo mucho más relevante para nuestra civilización. Hablamos de una encrucijada entre leer y no leer, y no podemos permitirnos el lujo de que nuestros niños dejen de leer y se conviertan en adultos con escasa capacidad de discernimiento y, por tanto, manipulables.
Los caminos marcados, cuando no nos convencen, no tenemos que andarlos, sino crear unos nuevos. Y como dijo el poeta, se hace camino al andar.
Alex H. Mahave. Fundador de BookyPets
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