Por Emilio López- Barajas. Catedrático de Universidad
El método científico aplicado para alcanzar el conocimiento, no siempre permite una plena aprehensión de la realidad. Se equivoca el que se ancla en la idea de que todo lo que se ve es lo verdadero. La observación permite decir qué son las cosas, pero no por qué.
El astrónomo Arthur Eddington (1882-1944) usó una imagen didáctica que puede ayudarnos a comprender la importancia que la metodología tiene en el quehacer y saber científico de las cosas, y que enuncia, al mismo tiempo, algunos de los problemas actuales. Nos propone el siguiente entorno: Supongamos que un ictiólogo está explorando la vida del océano. Y, en ese biosistema, arroja una red en el agua y saca un surtido de peces. Examinando su pesca, procede sistemáticamente, como suelen hacerlo los científicos, y llega a dos generalizaciones:
a) Ninguna criatura marina tiene menos de dos pulgadas de longitud;
b) Todas las criaturas marinas tienen agallas.
Ambas generalizaciones son verdaderas en relación a lo que recogió en la red, y él asume provisionalmente que seguirán siendo verdaderas cada vez que repita la experiencia.
En esta analogía, el saber acerca de la pesca representa un conocimiento que, en este caso, es de naturaleza física -el objeto de investigación-, y la red, el equipamiento sensorio e intelectual que usamos para obtenerlo -el método-. Arrojar la red correspondería a la acción técnica planificada en su día, propia de la metodología de la observación, pero que no permitiría evidentemente una conclusión general -como hizo el ictiólogo de nuestra narrativa- acerca de la «estructura» de la realidad.
La experiencia de la observación, como metodología heurística, por sí misma, no permite, por falta de control, conclusiones explicativas, sino solo descriptivas, o sea, permite solo decir «qué hay» en la realidad, pero no «por qué», que es el supuesto para la generalización, aunque sea solo en supuestos de probabilidad.
La ciencia, por ello, ha de ser conocimiento sistemático y metódico acerca de los principios, las causas, y la naturaleza esencial y material de las cosas. El conocimiento humano comienza ciertamente siendo sensible, pero alcanza el nivel intelectual, mediante la abstracción, donde llega a plantearse, junto a la inmanencia, la posibilidad de la trascendencia ontológica a través de los conceptos, que es posible por la abstracción.
Operativamente diremos, antes de seguir adelante, que quien no desee decir vaguedades, nociones vacías de contenido, lugares comunes, acerca de las cosas físicas, como sería el caso que comentamos, ha de saber previamente del estado de la cuestión de las ciencias físicas y biológicas y sus metodologías respectivas. Y si desease saber no solo acerca de lo sensible y material, sino también de las cosas esenciales, fundamentales, como por ejemplo, qué es la libertad, el amor o la belleza, deberá estudiar y proceder por la metodología de la demostración, de gran tradición clásica en la ciencia metafísica. Y si desea saber de las cosas divinas, su atención y aprendizaje se deberá aplicar a la metodología de la ciencia de la teología, cuyo objeto será la verdad revelada. Desde luego, deberá introducirse en este último supuesto, al conocimiento que se encuentra, al menos, en la Suma Teológica y la Suma contra gentiles de Tomás de Aquino.
Dice Choza (1997), filósofo español, a quienes desean «naturalizar la epistemología», es decir, reducir la ciencia solamente a lo físico y material, como sería el caso del ictiólogo, que, en el hombre, el pensamiento es tan radical y tan natural como la misma biología. Es más, el mismo conocimiento de la biología humana, al formular sus leyes y teorías, solo se entiende desde la condición intelectual del hombre. Enraizadas y entrelazadas en estas nociones se encuentran, entre otras cuestiones que deberíamos conocer como parte de nuestro bagaje intelectual, las siguientes: la creación y el origen del universo, la aparición de la vida, de las especies o el hombre, las leyes físicas, el diálogo entre inmanencia y trascendencia del conocimiento, la explicación genética, el proceso del escepticismo moderno, etc.
La ciencia, desde luego, no es de lo falso. La ciencia es de lo verdadero.
Y, por ello, no es la realidad la que debe adaptarse al método, sino a la inversa. Algunos consideran, como el caso del ictiólogo, que verdadero es solo aquello que se ve, consecuencia de un «realismo ingenuo», que prueba el saber popular en el tradicional «no lo creo si no lo veo». Lo verdadero, en este sentido, sería solo lo que aparece al que conoce, como ocurría en el caso del ictiólogo, pero le sería difícil dar testimonio acerca de ello. Por solo señalar un ejemplo menos ingenuo, la manzana de Newton no cayó al suelo porque estaba madura, sino principal y primariamente porque todo cuerpo abandonado en el espacio cae en virtud de su propio peso, es decir, que la ley de la gravedad en la atmósfera actuó sobre ella.
La apertura del diafragma del objeto de la ciencia, en suma, el conocimiento de su estatuto, permite a la metodología no solo el análisis, la síntesis, y la crítica, sino también la demostración y la contemplación, ya que: «Dichoso el hombre que sabe de la ciencia, pero aun más, el hombre que ha adquirido la sabiduría, y que es rico en prudencia; cuya adquisición vale más que la plata; y sus frutos son más preciosos que el oro acendrado» (Proverbios, cap. II, 13,14).
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