Lo de esta Semana Santa ha sido de película. Salvo cuatro gotas mal contadas en el norte, el tiempo ha sido tan primaveral que rozaba lo veraniego. Y claro, quien más quien menos, todos hemos aprovechado para sacudirnos las polillas del invierno y tomar un poco de aire fresco.
Nosotros hemos estado en un pueblecito de la sierra de Madrid, de esos en los que las señoras siguen bajando a los Oficios engalanadas como la ocasión merece y el Viernes Santo solo quedan abiertas un par de tiendas regentadas por asiáticos, que hasta allí han llegado.
Además de la liturgia propia de estos días, nuestra agenda ha estado marcada por las excursiones. Las ha habido de todo tipo, desde las cortas con muchos metros de desnivel hasta los paseos por agradable senda. En algunas hemos vuelto reventados. En otras, con sabor a poco. En todas hemos disfrutado.
Me planteaba todos los beneficios que obtenemos por un plan de ocio tan sencillo como un día en el campo. El primero es muy evidente: respiramos aire puro. Recuerdo que en una ocasión nos llevamos a una de nuestras excursiones a una amiguita de nuestras hijas que era urbanita total. Cuando llegamos a un denso pinar nos dijo: «¡Mmmmm, qué bien huele, como el ambientador que mi padre lleva en el coche!
No digo yo que tengamos que llenar nuestras casas de gallinas para que nuestros hijos no piensen que los huevos nacen ya en el supermercado, pero un poco de realidad campestre no les va a hacer mal. Y además contamos con su permanente sorpresa ante cualquier animal o planta tan sofisticado como la oruga procesionaria del pino. Por cierto, «no-se-toca» y hubo uno que no puedo resistir tan absurda tentación.
El segundo beneficio tiene que ver con la comida. Siempre he sospechado que tenemos a los niños sobrealimentados y eso provoca que no siempre manifiesten el hambre que esperábamos de ellos tras nuestro paso por la cocina. Pero una buena jornada de campo abre el apetito hasta al más pintado. Da gusto ver a ese niño nuestro con el que mantenemos la perpetua cantinela del «venga, vamos, una cucharada más» engullir en segundos un buen bocata de chorizo y añadir una manzana como postre.
El tercer beneficio es que el campo nos sirve para «hacer familia». No nos engañemos con los principios que son de todo menos bucólicos. Para estos hijos digitales nuestros, una jornada sin conexión alguna a WiFi es casi una insensatez así que de primeras no podemos esperar que nos monten una fiesta. Además, los niños son pequeños pero no tontos y saben que andar cuesta, y si es hacia arriba, más.
Ya, ya sé que llama la atención que protesten ante una tímida montaña y sin embargo estén dispuestos a achicharrarse al sol en un partido de fútbol. Pero es que con papá y mamá da bastante más pereza.
Sin embargo, superados los 20 primeros minutos de quejas por el frío/calor, hambre/sed, botas grandes/pequeñas, llega el tiempo de la euforia por el objetivo conseguido. Se sienten orgullosísimos de sus gestas y nos preguntan una y otra vez cuántos kilómetros han hecho y cuánto tiempo han estado andando aunque no tengan noción alguna del espacio ni del tiempo.
Es entonces cuando se obra el milagro y, como explica con tanto acierto la película «Del Revés», todos esos recuerdos, impactantes y emocionales, marcarán de por vida la memoria de nuestros hijos de la que nosotros formaremos parte indeleble.
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