Nos toca guiarlos en una etapa complicada y es preferible ganar las pocas batallas que elegimos dar que perder en demasiadas escaramuzas que son poco importantes.
La adolescencia es una etapa complicada, pero no sólo para los padres. Los hijos también lo pasan mal porque tienen que encontrar su lugar en el mundo, ir decidiendo cómo son y cómo quieren comportarse en las decisiones que se les presentan en la vida. Y todo ello con un cerebro en formación que aún no tiene el lóbulo prefrontal suficientemente desarrollado, esa parte que mide las consecuencias de las decisiones. Por eso, aunque los padres debemos estar pendientes para corregir decisiones perjudiciales para ellos y darles buen consejo, otras veces conviene que hagamos la vista gorda y no nos fijemos en detalles de su conducta que, seguramente, se pasarán solos con el tiempo.
Esos niños ideales que querían estar siempre cerca de sus padres, que regalaban sonrisas y abrazos, se vuelven de pronto (el proceso es realmente) en unos adolescentes que pugnan por encajar en el mundo de los adultos. Se percibe en todo: su físico, que cambia de semana en semana, con ese “estirón” que los vuelve desgarbados y esas características de adulto que aún no lo es; y su mente, que no quiere seguir estando aferrada a la dependencia propia de los niños pero que carece de la autonomía suficiente de los adultos. En este terreno entre dos aguas, donde ellos no se sienten cómodos, es habitual que paguen toda su frustración con quienes tienen más cerca, que somos los padres. Así que toca dedicar mucho tiempo a trabajar esa paciencia que nos permita mantener la distancia adecuada con nuestros hijos.
Lo que tenemos que exigirles:
- Pocas reglas, muy claras y sin excepciones. En esta etapa de la vida, nos toca dejarles crecer en autonomía y tomar sus propias decisiones aunque sepamos a ciencia cierta que más de una vez serán las equivocadas. Por ejemplo, tienen que aprender a gestionar bien su tiempo de estudio. Si tienen malos resultados, ese fracaso les ayudará para mejorar. Pero los padres tenemos que dejar claras algunas reglas básicas, unos cuantos límites que no pueden traspasar. Variarán en cada casa pero se suelen referir a cuestiones de carácter obligado, como ir a clase todos los días, a control de las salidas nocturnas (sólo en fin de semana y con determinadas condiciones), o con algunas rutinas domésticas habituales.
- El respeto, por encima de todo. Este punto es inexcusable y se debe corregir en el primer momento en el que, de manera natural, un adolescente falta el respeto a cualquier adulto, en especial padres y profesores, que son los que con más probabilidad funcionarán como blanco de sus iras. En el instante en el que una joven le grita a su madre o un chico pronuncia un “déjame en paz” con claro tono irrespetuoso, hay que intervenir con firmeza. Una advertencia, clara, verdaderamente seria, de que en esta casa no se toleran esos comportamientos. Una. Como estamos dejando pasar otros aspectos de transgresión de su vida, como la ropa o el corte de pelo, rápidamente se darán cuenta de que la cuestión del respeto no se toca.
- Normas básicas de convivencia. Aunque entendamos que están en una etapa más introspectiva, hay que exigirles que mantengan mínimos de comunicación que hagan más sencilla la vida en casa. Tienen que aprender a distinguir entre lo que sienten y lo que hacen en algunos momentos como los que comparten en familia. No esperamos que sean los niños joviales que fueron, pero sí que cuiden la manera de hablar cuando están en público y mantengan los elementos de cortesía.
Lo que debemos pasar por alto:
- Comprendemos sus cambios de humor. Si hoy se ha levantado sin ganas de hablar, pues hoy no es el día de hablar. Si a media tarde fluye a borbotones y tiene ganas de contarlo todo, pues entonces toca escuchar. En la adolescencia hay que comprender que esos cambios de humor, si no van acompañados por faltas de respeto, son absolutamente naturales. Les es muy difícil controlarlos y a eso dedicarán buena parte de los esfuerzos de los siguientes años. De modo que podemos hacer la vista gorda con este carácter tan voluble y no darle ninguna importancia para que a nosotros no nos afecte y ellos sientan que los comprendemos y que estamos ahí.
- Dejamos hueco y espacio propio. Los adolescentes necesitan una cueva, una cueva física y mental en la que ir transitando por ese momento que les llevará de crisálida a mariposa. Necesitan estar solos y encerrados en su mundo, no ser molestados, tener sus ámbitos privados. No debemos agobiarnos porque esto es lo habitual. Cuando se esconden de nosotros no es porque lo que hacen sea malo sino, simplemente, porque es suyo y no lo quieren compartir. Por eso nos toca respetar algunos momentos de autonomía que no terminamos de comprender: que estén encerrados en su cuarto con su música, que ya no quieran compartir ratos de ocio con el resto de la familia, que busquen el ejercicio como excusa para estar menos en casa y tener más tiempo de introspección… Necesitan ese tiempo y espacio para definir quiénes son.
- No nos fijamos en cosas pasajeras. Ese corte de pelo imposible dejará de ser imposible en un par de meses. Ese horrible pantalón, demasiado roto, demasiado estrecho, demasiado corto, demasiado largo o demasiado corto, no aguantará en el armario más de una temporada. Esos ojos pintados como de carnaval, se borran con un poco de desmaquillante. En la adolescencia de nuestros hijos nos toca mirar hacia otro lado con un sinfín de comportamientos que no son graves en absoluto, aunque no estemos de acuerdo con ellos, porque forman parte de su camino para adquirir autonomía. El sentimiento de pertenencia al grupo es tan importante para ellos, que la copia de algunos elementos como la forma de vestir o peinarse se convierte en fundamental. Nosotros sabemos que, posiblemente, pasará, como ocurrió en nuestra propia adolescencia.
María Solano Altaba
Profesora Universidad CEU San Pablo
Directora Hacer Familia