Nos enferma ver a nuestros niños y adolescentes pegados a la pantalla del móvil, de la tablet, del ordenador o de la consola. Y no sabemos por dónde empezar. Sin embargo, la solución está más cerca de lo que parece. En nuestra propia casa. El problema es que nos toca luchar contra otros agentes que están incitando a nuestros hijos a tener cerca la tecnología. Analizamos cada escenario para plantear el camino a seguir.
Es difícil pedirles a nuestros hijos un usu controlado de la tecnología cuando les ocurre que esos dispositivos son «necesarios» en muchas esferas de su vida. Las familias tenemos el complicado papel de educar a los hijos de modo que sean capaces de encontrar sus propios límites en un entorno que, al mismo tiempo, les exige saber usar las herramientas digitales.
El reto de estudiar con tecnología
Una de las consecuencias de la pandemia fue que los centros de estudio, desde Infantil hasta la Universidad, se vieron obligados a introducir un elevado grado de digitalización que fue necesario por las circunstancias de confinamiento. Pasados ya cuatro cursos académicos desde la vuelta a la presencialidad, se comprueban los efectos negativos de esta adopción temprana de la tecnología en la enseñanza.
Los maestros y profesores denuncian que la pantalla, aunque sea una ventana al mundo, representa también un muro de separación entre el alumno y el docente. A pesar de los esfuerzos por mejorar los controles parentales, los estudiantes siempre buscan estrategias que les permitan aprovechar el entorno digital para hacer algo distinto de atender: navegar por internet, chatear, jugar, comprar online, ver partidos de fútbol de ligas remotas…
Lo más grave es que la extensión del uso del dispositivo digital en los hogares deja a los padres desasistidos a la hora de poner límites temporales porque la excusa «estoy haciendo los deberes» es difícil de desmontar sin saber qué hay de cierto y de falso en ello. Los deberes pueden ser individuales o en equipo, y la tarea en equipo mediada por dispositivos digitales se puede convertir más en ocio que en trabajo.
Por último, en los hogares no disponemos normalmente de sistemas de control del contenido sobre la Wifi. Solo los avezados padres tecnólogos son capaces de instalar cortapisas suficientes que, además, suelen chocar con una realidad que no existía hasta ahora: muchos adultos teletrabajan y necesitan acceso pleno a determinados contenidos. Pensemos, por ejemplo, en las búsquedas que tiene que realizar un abogado preparando una demanda. Aunque los dispositivos se pueden gestionar de manera independiente y se pueden poner niveles de seguridad en la Wifi, son desarrollos tecnológicos que no están al alcance de todos.
Los colegios, institutos y universidades se han acostumbrado a algunas de las comodidades que implica el entorno digital, como las entregas online de trabajos, la corrección y calificación en línea, la facilidad para aportar material adicional a través de sites. Pero las consecuencias no se han medido suficientemente.
La presión del grupo de amigos
Si desde la llegada de los móviles y los videojuegos, las relaciones sociales ya se servían de estos dispositivos, tras la pandemia, niños y adolescentes han cambiado sustancialmente sus vías para establecer vínculos con su grupo de iguales: ahora no solo usan la tecnología para quedar, sino que quedan en la tecnología.
Esto supone un problema serio para los padres porque, en el debate sobre la limitación de todo tipo de acceso a las pantallas entra en juego el hecho de que, si somos demasiado estrictos, corremos el riesgo de dejarlo «fuera» de los entornos de amistad. Esto no significa que haya que sucumbir a la primera ocasión en la que un hijo reclama un móvil porque si no, no puede quedar con nadie. Pero, sin duda, es un factor a tener en consideración, puesto que las relaciones de amistad son fundamentales en la preadolescencia y la adolescencia.
Muchos padres acaban cediendo con el móvil precisamente para evitar que sus hijos queden aislados del grupo de iguales. Si no se cede con el móvil, hay que darles alguna otra herramienta para que mantengan el contacto con sus amigos para que su proceso de socialización sea adecuado. Es complicado, pero se puede conseguir. Si ya se ha cedido, es fundamental poner límites.
El mal ejemplo de algunas familias
En ocasiones, es la propia familia la que provoca que los niños tengan dispositivos digitales mucho antes de lo que se considera adecuado. Los motivos son diversos. Pueden ser bienintencionados, pero de consecuencias imprevistas. Por ejemplo, es habitual que se conceda un móvil a niños que tienen que desplazarse solos, porque así los padres se quedan más tranquilos y están geolocalizados.
También es frecuente cuando se marchan de campamento, y más aún en estancias internacionales, porque los padres garantizan una vía de comunicación rápida y cómoda. Y cada vez es más habitual en padre divorciados que, con el fin de evitar hablar con la expareja, deciden dar un móvil a los niños para tratar directamente con ellos. En ocasiones no se puede negociar (por ejemplo, ocurre con algunos programas de estancias en el extranjero) pero sí se puede limitar el uso a lo estrictamente necesario.
Límites y mucha comunicación
Hay solución a los problemas de uso abusivo de las herramientas digitales. Y pasa por dos elementos bien definidos. El primero es la necesidad de poner límites muy claros a las tecnologías: tantos minutos al día, sólo en estos entornos, nunca mientras estamos juntos alrededor de la mesa, el móvil fuera del dormitorio por la noche, hay que pedir permiso para instalar cualquier aplicación, y todas aquellas medidas que consideremos necesarias.
Los límites los ponemos en frío, serenos, se los explicamos claramente, y además hablamos con ellos de cuáles serán las consecuencias de los incumplimientos. De esa manera, si alguna vez traspasan las fronteras, nosotros no estaremos siendo unos padres «dictatoriales» que castigan sin criterio, sino que ellos se darán cuenta de que simplemente se están aplicando las normas previamente explicadas.
Tan importante como establecer límites resulta hablar con ellos. No se trata de darles sermones sobre los riesgos del entorno digital. Posiblemente se los han explicado antes en charlas en el colegio. Al contrario, se trata de mostrarles que estamos allí para ellos, de ofrecerles la posibilidad de que compartan con nosotros lo que se encuentran en esas redes sociales que a nosotros nos son ajenas. Si tienen confianza, nos dirán lo malo que ocurra, sabremos lo que hay, y podremos darles consejos cuando sea necesario.