Ella había dejado atrás los cuarenta años, cuando se acercó a su madre para decirle con los ojos arrasados en lágrimas: me he vuelto a quedar embarazada y el pequeño no tiene aún el año.
Su madre la acarició como cuando era niña, sin pronunciar ni una palabra de contrariedad, sino que descargó sobre su corazón una catarata de ánimo, confianza, estímulo y energía. Con el temple que da la casta heredada de su madre, la chica se recompuso, levantó la cabeza y se dijo: bienvenido sea. Por decirlo todo tendré que añadir que, al repetir el «predictor», al día siguiente, ya resultaba negativo, como más tarde se confirmó. Para lo que nos ocupa, el reto estaba echado y, el momentáneo desaliento, superado.
Los sentimientos por el nuevo hijo
No es mi propósito entrar en consideraciones morales sobre el número de hijos, perfectamente claras para quien las sepa ponderar con cordura. Me quiero situar en lo que significa traer un nuevo ser a la vida. Salir al paso del sentimiento, en muchos casos, muy arraigado por el que un nuevo niño produce miedo, pánico. Como si su llegada fuera una catástrofe, un negro augurio que rompería el equilibrio y la felicidad de una casa.
He tenido los suficientes hijos y nietos como para saber que en el primer momento se puede producir una primera reacción de inquietud y angustia, ante la llegada de un nuevo inquilino a la familia. Eso es así porque hay una reacción instintiva a rechazar el dolor y a nadie le gusta enfrentarse con un futuro cierto de nuevos trabajos, preocupaciones y engorros. Esa es la primera oleada, que hay que dejar pasar, como hizo esta chica de mi historia, que cuando confirmó que había sido una falsa apreciación, explicó con sencillez: ¡Qué pena, ya le quería! Le quería aunque sólo existiera en su imaginación. Así es una madre.
¿Acaso no me doy cuenta de las dificultades de hoy? Sí. Las veo cada día, pero un niño es algo inefable, misterioso, inabarcable. Me siento incapaz de describirlo, aunque sea muy levemente, porque es un ser humano y una persona -cualquier persona- carece de fronteras. Es eterna.
Ese niño que nos incordia y nos hace levantar cada noche con sus llantos es capaz de ser eternamente feliz gracias a que nosotros le abrimos la puerta de la existencia.
Mientras tecleaba me han venido a la memoria unas palabras que leí hace muchos años escritas por Miguel Hernández en su «Canción del Esposo Soldado». No son versos destilados desde el ardor enfervorizado de una pasión. Se va a la guerra y canta a la vida: He poblado tu vientre de amor y sementera,/ he prolongado el eco de la sangre a que respondo/ y espero sobre el surco como el arado espera… Por ese hijo arriesga la vida, todas las fatigas, le parecen pocas y acaba por concluir con esta estrofa. Para el hijo será la paz que estoy forjando./ Y al fin en un océano de irremediables huesos/ tu corazón y el mío naufragarán, quedando/ una mujer y un hombre gastados por los besos. ¿Es esto un amor humano o una entelequia de plástico y purpurina? Este es el rezumar por cada poro de su cuerpo y sobre las cuerdas de su alma, de un amor que necesita encarnarse. ¿No es todo esto demasiado poético y vaporoso?
Echaré ahora mano de otro personaje que puso sobre el escenario García Lorca, del que la mayoría solo conoce su trágica muerte. ¿Se habla hoy de «Yerma»? Esa mujer que se sentía malograda por no tener un hijo. En uno de los pasajes de aquella tragedia, la protagonista acababa de escuchar a una amiga «que por los hijos se sufre mucho» y no dejó terminar la frase: -Mentira. Eso lo dicen las madres débiles, las quejumbrosas. ¿Para que los tienen? Tener un hijo no es tener un ramo de rosas. Hemos de sufrir para verlos crecer. Yo pienso que se nos va la mitad de nuestra sangre. Pero esto es bueno, sano, hermoso. Cada mujer tiene sangre para cuatro o cinco hijos, y cuando no los tienen se les vuelve veneno, como me va a pasar a mí. Y le pasó…
Mil columnas de humo que nos llegan desde fuera, el cortejo de ironías recelosas que nos circundan, y la inevitable carga de egoísmo que llevamos encima, no nos pueden oscurecer la verdad. Somos seres que venimos del amor, damos y recibimos amor y vivimos en el amor. De lo contrario nos momificamos aunque nos hayamos puesto mucha crema hidratante.
Y ya que estamos en la vena literaria, recogeré las palabras de una hija al recordar los desvelos de su madre. ¡Es algo que sentimos todos aunque no sepamos decirlo!
Manantial de vida cuando en tu vientre yo crecía. Si el tiempo pudiera regresar volvería sin cerrar los ojos. Nadé en tu ser, soy sangre de ti, mi refugio fue tu cuerpo. Que a pesar de vértigo nauseas y dolores, con alegría me abriste las puertas a la vida, y la luz hoy veo gracias a ti.
No han sido deseos de perderse en expresiones más o menos bellas, es que de una vida no se puede hablar de otra manera. Cada criatura es un milagro, un misterio, una chispa del amor divino…, y para eso no hay palabras.
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales