El matrimonio que os presento en esta ocasión vino a verme a la consulta hace unos meses completamente desorientado y abrumado; no entendían como habían llegado a una situación tan absurda y a la vez tan grave. Por supuesto conocían varios matrimonios que habían pasado por dificultades similares, y sabían que este tipo de problemas matrimoniales eran moneda común en las sociedades «avanzadas» como la nuestra, pero siempre habían pensado que eso sólo les podía ocurrir a personas sin formación sólida, sin carreras profesionales asentadas, sin proyectos de vida claros… hasta que llegó aquel fatídico verano del 2014…
Y es que las vacaciones llegaron sin previo aviso… y se encontraron con que tenían que correr para armar a toda prisa un plan que les ayudase a «sobrevivir» aquel verano (léase pasar tiempo en familia, descansar y disfrutar juntos, y así recobrar las fuerzas que habían ido gastando durante aquel duro invierno).
Pero, ¿qué hacer, adónde ir, cómo compartir tanto tiempo juntos de manera constructiva? El verano les pareció súbitamente un tiempo larguísimo y complejísimo, que les forzaba a estar juntos días y días sin término, sin saber muy bien de que hablar, a que dedicar tantas horas «muertas». Pensando todo esto sintieron como un pánico incontrolable les embargaba.
Decidieron enfrentar la situación con la calma racional que tan buenos resultados les había dado en otras situaciones aparentemente mucho más complejas. Respiraron profundamente y decidieron dejar que se impusiera el hemisferio izquierdo de sus muy racionales cerebros*lo mejor sería aprovechar el tiempo libre para ir adelantando el trabajo que habían dejado pendiente para la vuelta de verano*y así liberar tiempo para el futuro, que se presentaba lleno de retos profesionales y de otro tipo. Les pareció una gran idea y se pusieron manos a la obra. El problema es que aquel plan ignoraba totalmente un pequeño detalle, o más bien tres pequeños detalles… cada uno de sus hijos, que por supuesto estaban de vacaciones y no iban a dejar que sus padres se saliesen con la suya tan fácilmente. Al finalizar el primer día de las vacaciones no les quedaba duda alguna de que aquel plan, tan racional en apariencia, era impracticable.
Decidieron adoptar el plan B: a la previsión calculadora del primer plan le siguió, sin solución de continuidad, la improvisación más absoluta. Vivirían al día, fiándose a las apetencias de cada uno, pues sólo así conseguirían desconectar de la rutina diaria, disfrutar y descansar realmente. Pero si el primer plan era impracticable, el segundo era sencillamente kafkiano, de tal manera que al quinto día estaban ya absolutamente desquiciados y buscando cualquier motivo para salir de aquella olla a presión en la que el otrora dulce hogar se había transmutado.
Pero lo peor estaba por llegar. Después de varias semanas buscando cualquier excusa para evadirse de la realidad_ella inventándose salidas con amigas para ir de compras, el organizando barbacoas o días de pesca con los amigos_y todo ello sin un mínimo plan para gestionar con sentido común las exigencias de aquellos tres diablillos que tanto trabajo les daban, la realidad reclamó su atención de la manera más cruda posible. Ocurrió una noche de finales de Agosto, cuando él llegaba a casa tras haber cenado con unos amigos, y después de haber pasado ella toda la tarde con los niños en la piscina. Ella le planteó de sopetón que su matrimonio no tenía sentido, que ya no había nada en común_ni atracción, ni intereses, ni proyectos_y que no se sentía con fuerzas para seguir fingiendo, ni siquiera para proteger a los niños. Realmente eran dos extraños que compartían casa e hijos, y seguir como si nada era el colmo del absurdo.
Él le pidió que no se precipitase, que aunque estaban pasando una crisis, la relación era mucho más sólida de lo que parecía en ese momento, y que lo importante era trabajar en un plan que les permitiera pasar más tiempo junto, y un tiempo «de calidad». Pero como no encontraban la energía, la creatividad y la inspiración para trabajar en ese plan, a una semana le sucedió la siguiente, y a un fin de semana otro, y así llegó el puente de Octubre, y el puente de la Inmaculada, y la Navidad, y la Semana Santa… y sin saber cómo, se plantaron a las puertas del verano. Y lo peor es que no podían decir que aquello les había cogido desprevenidos, o que no conocían lo que iba a ocurrir. Si el verano anterior lo habían recibido con pánico, este lo encararon con una sensación de absoluta desolación… realmente no veían cómo podrían sobrevivir a aquellas vacaciones.
Una noche de finales de Junio, con el corazón en un puño, me llamó ella. Había oído hablar de mí a una amiga, durante una conversación en la que había señalado lo importante que es para los matrimonios buscar ayuda profesional cuando se enfrentan a dificultades que no saben o no pueden encarar por si solos. Le dije que vinieran juntos esa misma semana a mi consulta. Ya en la primera sesión_y después de escucharles con atención durante un buen rato_me propuse quitarles el pánico de encima, explicándoles que la situación en la que se encontraban realmente estaba muy extendida en la sociedad, y que, aunque delicada, se podía resolver con relativa facilidad si se daban algunas condiciones de partida. «¿Os queréis?» Les pregunté con franqueza. «Si, aunque a veces pienso que no nos conocemos en absoluto» dijo ella. «Siento lo mismo» replicó el. Les expliqué que aquello era una gran noticia, y que sobre esa base podríamos reconstruir todo el conjunto con una sorprendente rapidez, pero para ello era necesario hacer un ejercicio de sinceridad compartido.
Les expliqué algo que en el fondo sabían muy bien porque lo habían vivido: las vacaciones pueden ser un tiempo maravilloso o un auténtico infierno, porque son un tiempo en el que la celeridad, en cierto modo superficial, que impregna las relaciones humanas convencionales, da paso a la parsimonia y la profundidad que caracteriza las relaciones auténticamente humanas, aquellas que se basan en el amor y la amistad. Estas relaciones sólo pueden prosperar si las personas se conocen íntimamente*de otra manera están abocadas al más absoluto fracaso. En las vacaciones se cosecha lo que se ha sembrado durante el año; en otras palabras, las vacaciones en familia no se improvisan, como no se improvisa la verdadera felicidad ni el amor auténtico.
Hay muchas parejas que se quieren sinceramente, pero que se dejan atropellar por la vorágine de la vida ordinaria, con sus exigencias profesionales, escolares, familiares, sociales, y no encuentran ni un minuto para dedicarse a su relación, a pasar tiempo juntos, a compartir confidencias, deseos, planes y proyectos, en definitiva, a sembrar semillas de amor… y así, cuando llega la época de la cosecha, comprueban con pánico que el campo está baldío, que no tienen nada que recoger porque nada sembraron, y sienten un profundo vacío existencial. Y claro, el deseo natural es salir de ahí a toda velocidad, tratar de recuperar el tiempo perdido, de «rehacer la vida», sin reparar en las consecuencias de ello. No es casualidad que durante los periodos «postvacacionales» se multipliquen las separaciones y los divorcios.
Y esto es lo que le había pasado a este matrimonio que venía ahora a verme. La buena noticia es que su amor, aunque cubierto por la maleza que había crecido como consecuencia de su dejadez, no había sucumbido del todo. No había tiempo que perder para retornarlo a su vigor inicial.
Texto original de Paloma de Cendra, autora del blog Qué bello es vivir.
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