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Te necesito. No se puede decir más con menos palabras

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Aquella mujer de una edad difícil de precisar, pero todavía joven, me había contado una larga historia por la que tenía la sensación de que su matrimonio estaba en crisis. Quizá percibió cierto gesto de escepticismo en mis preguntas, para hacerle ver que nada grave encontraba en sus palabras, cuando terminó de forma rotunda para sintetizarlo todo: «¡Es que le necesito y no le encuentro!».

Intenté aportarle unas palabras de comprensión y de ánimo. Luego la recomendé que eso mismo se lo dijera a su marido, sin anestesia. No era un recurso brutal pues, a lo largo de la conversación, ella misma había reconocido que tenía un marido fuera de serie. Estaba seguro que cuando lo escuchara pondría cara de asombro como quien se cae de un guindo. Son precisamente esos maridos pluscuamperfectos o que se lo creen, los que piensan que no necesitan nada de nadie.

Desde esa óptica les cuesta entender que haya personas necesitadas. Si ellos van por la vida holgados, ¿cómo es posible que haya criaturas indigentes? Al despedirnos me quedé un rato muy largo dando vueltas a esta idea. No era la primera vez que la escuchaba, tantos en hombres como en mujeres, pero en aquella ocasión sentí que me la escupían a la cara con toda la razón. «¡Es que le necesito!».

Pareja: te necesito

Foto: ISTOCK 

Con mucha más frecuencia de la que nos imaginamos, andamos por la vida con una máscara puesta. No es una hipocresía descarada, ni pretendemos engañar al otro, simplemente mostramos hacia el exterior el deseo que llevamos dentro de ser autosuficientes. Hay que guardar el tipo, que nadie me vea en zapatillas. No sé si es una extrapolación de la tan traída y llevada autoestima, de la que empiezo a estar más arriba del pelo.

Vamos a ver si nos aclaramos. Con una profundidad de la que yo carezco, Julián Marías ha dedicado no pocas páginas a la «inseguridad». En ellas viene a advertir que el hombre está sumido en la inseguridad. No es una exclusiva de niños o de viejos. Precisamente -añadiría de mi cosecha- aquellos que aparentan mayor seguridad, cuando se les pone ante una prueba sería se derriten como un azucarillo.

Sin embargo, no quería referirme a situaciones de excepción. A lo que aquella persona se refería y en lo que centro mi comentario es sobre la ayuda en lo cotidiano, que va mucho más allá de poner el lavaplatos o ayudar a bañar a los niños. Estamos en otra dimensión. En esa ayuda que hay que concederla sin que nos la pidan, porque es de un orden inaprensible y muy sutil.

Demasiados individualismos exacerbados nos encontramos por la calle, donde cada uno va a su bola, para que tampoco encontremos en casa la acogida que echamos en falta.

Para ello, hay que aceptar como premisa previa que todos estamos llenos de lagunas y de sombras, que nada de eso es un desdoro y una debilidad de la que hayamos de avergonzarnos.

– Necesitamos al otro para que nos reafirme que aquella ocurrencia que hemos tenido no es una chifladura.

– Necesitamos al otro para hablar de temas que no trataríamos con nadie, porque sólo quien convive con nosotros lo va a entender.

– Necesitamos al otro para que nos escuche, aunque pueda contestar con dos palabras. Escuchar es mucho más que oír, que es el objeto de la acústica.

– Necesitamos al otro para que nos dé su opinión sobre esa pareja que acabamos de conocer y que nos busca con frecuencia.

– Necesitamos al otro para que se fije en nuestro aspecto físico y lo pondere o lo desapruebe. No es un tema exclusivo de la mujer.

– Necesitamos al otro para que «adivine» que hoy hemos tenido un problema en el trabajo, aunque nos haya contestado con un monosílabo, al preguntarnos por él.

¿Subimos el nivel de nuestras carencias?

– Necesitamos tener un «tú» en el que podamos volcar nuestra necesidad de amar. Sólo así dejamos de ser individuos y nos convertimos en personas. Sin amar no se puede vivir.

– Necesitamos a quien nos echa de menos. Es exactamente la definición de amor que da J. Pieper: «¡Qué bien que existas, qué bien que estés en el mundo!».

– Necesitamos que nos digan que cada vez nos quieren más y que nos lo demuestren con hechos y palabras.

– Necesitamos con quien podamos rozarnos, aunque no pronunciemos una palabra.

– Necesitamos a esa persona que cuando, por cualquier razón, estamos pasando un rato delicioso, sentimos su ausencia.

Voy a parar ya porque mis lectores me pueden calificar de romántico evanescente. No puedo descender a detalles porque cada matrimonio tiene su singularidad, a la que no valen los alimentos precocinados.

La idea central es que uno y otro se necesitan, y que ninguno de los dos, por su parte, piense que es incombustible.

Sólo desde esa perspectiva desaparecerán «romanticismos dulzones», porque se está «trabajando» uno de los aspectos sustanciales del amor: ayudar y dejarse ayudar. Sin ese reflejo mutuo el amor se anquilosa, envejece y se convierte en un pergamino.

Aunque he iniciado esta página con la conversación de una mujer, necesito repetir -mis lectores ya saben de mis manías- que las mujeres y los hombres necesitan distintas cosas y de distintas maneras. La mujer, muy observadora, suele descubrirlas mucho antes que el hombre, porque además en él son más patentes. Un hombre puede pasarse años sin saber de dónde le viene el viento y quedarse tan oreado.

De ahí mi sugerencia a aquella persona de que se queje y se lo diga con descaro.


Normalmente no basta con esas dos palabras, «te necesito». Tienen que acompañarse bastantes ejemplos concretos para que el otro se entere. Es un descubrimiento que les cuesta bastante a las mujeres, porque el pudor del corazón es el último que se pierde.


A pesar de ello, no se puede alimentar la madeja de que no acude a estar a nuestro lado -lo digo de forma metafórica- sin decirle que le echamos de menos.

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