Entrado el otoño, si hemos tenido la fortuna de que llueva, nuestros bosques empiezan a regalarnos productos excelentes. La recogida de setas, níscalos y boletus, entre pinos, acebos, helechos de mil colores y pequeños riachuelos, es una tarea apasionante.
Requiere ir preparado con el calzado adecuado, llevar una cesta para que las esporas puedan colarse entre la paja y permitir que se sigan reproduciendo, una navaja para cortar el pedúnculo y no destrozarlas, y la vista muy centrada en el lugar. Están ahí, pero a veces ocultas debajo de la tierra o confundidas entre las hojas o las cortezas de los árboles que se han secado y caído al suelo. Las setas venenosas, como la «amanitas faloide», se mezclan entre ellas y curiosamente su aspecto es espléndido. Recuerdan a las que nos pintan en los dibujos de Blanca Nieves. Su color rojizo y punteado invita a cogerlas y meterlas en la cesta en primer lugar. Después de un largo paseo, en el que no se encuentra ninguna, dan ganas de darse la vuelta. Sin embargo, sólo cambiando un poco de dirección hacia una zona más sombría y más húmeda, comienzan a aparecer y el ánimo se eleva. Alguien dice: ¡aquí hay! Y es suficiente para agudizar el interés y no desesperar.
Cultivar el amor en pareja
Al andar por el bosque con esta ilusión, me acordaba de la vida de pareja. Es necesario saber que para que las cosas vayan bien, nos tenemos que colocar el calzado adecuado: las botas de la comprensión y los calcetines de la disculpa. Permitir que los demás se muevan a sus anchas, como las setas en la cesta, supone dejarles espacio vital y respetar los gustos y aficiones de cada miembro de la pareja. De ese modo podremos vivir esponjados. La navaja para recoger el fruto de la tierra en buen estado es la sensibilidad para captar los verdaderos valores; capacidad para apreciar lo que verdaderamente merece ser apreciado y valorado. La vista centrada en el lugar para admirar la belleza; las personas amamos la belleza.
El buen gusto no se aplica sólo a la naturaleza o el arte, sino a todo el ámbito de las costumbres, conveniencias, conductas y obras humanas, e incluso a las personas mismas.
Cultivar el buen gusto en lo que cocinamos, en lo que vemos, por donde paseamos, en lo que leemos y de lo que hablamos, ayuda a cultivar la belleza.
Los valores y los esfuerzos del otro por nosotros y los nuestros, a veces quedan ocultos entre la maleza de las prisas, el cansancio o el despiste. Los defectos aparecen claramente a la vista como la «amanitas faloide» y brillan con tanta fuerza que nos dan ganas de meterlos en la cesta de nuestros comentarios y nuestro corazón. Pero eso sólo sirve para envenenarnos. Es inútil.
Las épocas sombrías de nuestra vida nos pueden desanimar, pero nunca hay que desesperar. Seguir el camino con esperanza hasta que uno de los dos vea algo que nos haga recobrar la fuerza y la ilusión para continuar. Un pequeño gesto, una palabra de ánimo, un detalle en ocasiones es suficiente para seguir el camino. El arraigo de las buenas costumbres, de las virtudes, la madurez viene señalada por el gusto que se encuentra en su ejercicio, que hace desaparecer de la conciencia el esfuerzo que hay que poner en práctica para ejecutarla.
Al salir en busca de setas, ya no tendremos en cuenta la humedad ni el lugar sombrío, sólo fijaremos la mirada en la recogida de los frutos de la tierra que aparecen ante nuestra vista cómo un regalo.
Mónica de Aysa. Master en matrimonio y sexualidad