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Una pregunta inquietante

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En mis conversaciones con matrimonios en crisis, que mantienen la puerta abierta a la esperanza de encontrar alguna solución, hay que dedicar muchas horas a escuchar.

Se trata de ayudarles a diferenciar las hojarascas, el barro, la arena y las piedras que se han acumulado encima, para ir a buscar la realidad. Se trata de encontrar la verdad, hasta que puedan afirmar: «Ya me he enterado, ¡¡esto es el matrimonio!!«. Es una tarea de desescombro hasta llegar a tierra firme donde poder edificar.

Para encontrar un punto que pueda servir de cimiento, cabe hacer una pregunta que les suele desconcertar: «¿Por qué y para qué te has casado?«. Al escucharla, suelen sentirse desconcertados. Hay una primera fase de silencio, para luego hurgar en la lejana nebulosa de la memoria donde encontrar los móviles de tal decisión. Las respuestas pueden ser muy variadas. Desde buscar una independencia que no tenía en casa de sus padres, hasta reconocer cierto tipo de mimetismo porque la mayor parte de sus amigas/os ya lo habían hecho, o habían terminado la carrera y empezaba otra etapa de su vida. Sin duda, la más frecuente es aquella que termina asegurando que se habían enamorado de aquella mujer o aquel hombre hasta perder el sentido. En esta afirmación suelen hacer un énfasis para subrayar que: «En aquel momento, yo me había enamorado…». Fue una circunstancia o accidente, más que una causa o un motivo firme. (Así lo ven ellos ahora)

Tener los conceptos claros

Al tratar de dar «razón» al «para qué» se han casado, el asunto se complica aún más. No es extraño escuchar: «Para lo que se casa todo el mundo, para dar gusto a mis padres, para tener un respaldo social», todavía necesario en cierto contexto del entorno.

No me negarán que con estos mimbres se pueden hacer pocos cestos y los que salgan se van a deshilachar en la primera dificultad… ¡que las habrá! Desde estas premisas no es extraño que las estadísticas de bodas bajen aparatosamente y las de separaciones crezcan exponencialmente. Ante el espectáculo nos rasgamos las vestiduras y aseguramos que el «matrimonio no funciona». Error básico. Lo que no funciona es un espantapájaros disfrazado de muñeco que cada uno a vestido a su manera. Eso nada tiene que ver con el matrimonio. Es otra cosa, a la que se le puede poner el nombre que queramos. Aquí es irremediable recordar las palabras de Chesterton, cuando asegura que hay muchos conceptos arrumbados y arrojados al desván, que no se han llegado a estrenar. (Cito de memoria). El matrimonio es una institución varias veces milenaria, vivida por millones de personas de las culturas más variadas.


La prueba es que cuando la pareja tiene claro el concepto de lo que significa y va a él plenamente consciente de lo que se juega, sale adelante inmensamente feliz aunque tampoco se le ahorrará ningún disgusto, al igual que sucede en el trabajo o en otros órdenes de la vida.


Llegados a este punto, en la conversación con la pareja que ha alcanzado la masa crítica y está dispuesta a explotar, no tenemos otro remedio que poner un mínimo de orden en la inteligencia, aparcar por los sentimientos y aclararnos las ideas. De lo contrario -como tantas veces se ha dicho- para los que navegan sin rumbo, todos los vientos le son contrarios. Muchas veces hay que empezar por recordar algo tan obvio como que el matrimonio no es un artilugio que ha diseñado un ingeniero, ni que cada persona puede abocetar su proyecto matrimonial según su capricho. Es elemental empezar por recordar que nuestra vida, esta existencia que disfrutamos, no ha dependido «exclusivamente» de la voluntad de nuestros padres. Ellos han sido unos simples colaboradores. Si no interviene el acto de amor de un Creador, por mucho que nuestros padres lo intenten, nada logran. Esto no es una teoría sino algo que se puede comprobar a diario. Pues bien, desde que Dios puso sobre la tierra a un hombre y una mujer y les dijo que serían «dos en una sola carne», inventó el matrimonio. La razón fundamental para hacerlo es que fueran felices amándose.

Para lograr ese objetivo, puesto que por ser el Creador nos conocía muy bien, diseñó unas instrucciones de uso, para que «el artilugio funcionara». ¿Dónde está el problema? Lo típico. Que a veces no leemos ese «manual de uso», otras lo tiramos sin haberlo abierto, y en su mayoría pensamos que es una «pesadez» pues somos muy inteligentes y no necesitamos que nos lo enseñen. El resultado es que «al segundo lavado» el aparato ya no funciona y pensamos que nos han engañado. «Pero, ¿leyó usted las instrucciones?», nos dice el fabricante al que protestamos.

Todo el tiempo que gastemos con la pareja para que se identifiquen con el proyecto real que tienen en las manos, es poco. En esa larga puesta de acuerdo tendremos que aclarar lo que significa el amor, el alcance de la felicidad, el trabajo de acoplamiento. Poco se les puede ayudar. Ahora les corresponde actuar a ellos, aunque cada día hay que mirar la brújula. Ha de ser la pareja la que respetando la peculiaridad de cada uno haga su plan de acción, que unas veces saldrá y otras «saltarán chispas» como es normal en cualquier convivencia, pero esas borrascas se sortearán si saben al puerto al que se dirigen.

Antonio Vázquez. Orientador familiar.Especialista en el área de relaciones conyugales

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