Algunas personas piensan que el virus letal que acaba con los matrimonios es el «conflicto de egoísmos». Lo más frecuente es situar el problema en la otra parte de la linde, o en el mejor de los casos, al querer extremar la objetividad, se recurre a lugares comunes y conceptos un tanto evanescentes.
Ya se sabe: incompatibilidad de caracteres; disparidad de educación; inaguantables malos modos; desatención de la familia por la codicia del «éxito» o del dinero; el aburrimiento asfixiante que le produce su compañía; las expectativas de felicidad no satisfechas.
Después de desgranar tan florido inventario se suele terminar con una síntesis rotunda: «es que es un/una egoísta de tomo y lomo». No hay lugar a duda, el que no tiene otro interés que el propio «yo» es siempre el otro.
Vencer el egoísmo
Como es fácilmente predecible si se habla con el otro, utilizará distinto catálogo de colores pero la conclusión será muy parecida. El denominador es siempre común. Las culpas han de cargarse en la cuenta del ambiente enrarecido o del «tú», para decirlo con toda crudeza. Mi «yo» es inocente.
De ahí que el mensaje subliminar de mi anterior planteamiento era que, ante cualquier problema, el único modo de resolverlo es leer correctamente el enunciado. Escribamos la historia clínica lo más próxima posible a la realidad de uno y otro. Si no lo hacemos así, nos tomaremos un paracetamol para curar un cáncer.
Ya sé que esto es difícil, pero resulta indispensable. Digo más, me basta con que uno sólo haga un diagnóstico certero. El viejo refrán de que dos no riñen si uno no quiere, en muchos casos, tiene aquí su aplicación.
Volvamos a mi sincera comunicante. Con una valentía poco común, acepta que el gran problema del matrimonio es el egoísmo, pero su pregunta es aún más incisiva: ¿Cómo vencerlo? ¡¡Es la pregunta del millón!!
No tengo la solución. Si hubiera dado con ella cuántos disgustos me habría evitado. No tengo la respuesta pero se me ocurre el diseño de una hoja de ruta para alcanzar un lugar al que solo llegaremos media hora después de tener el encefalograma plano. ¡Pues vaya un panorama sugestivo el que me planteas! ¿Luchar en busca de algo que no voy a lograr…?
Sí, pero te aseguro que si te enrolas en la aventura de luchar contra el propio «yo» vas a encontrarte con una alegría que ni tan siquiera podrías sospechar. Por de pronto, ya has dado un gran paso. Has dejado de dar palos de ciego, para saber cuál es el objetivo. Conocer qué es lo que quiero es más de la mitad del todo. En éste, como en otros asuntos importantes en la vida, lo fundamental es dar con el «qué»; después los «como» se los monta cada uno de acuerdo con sus circunstancias, su temperamento, las bazas que tiene a favor y las que están en contra.
El primer movimiento táctico para moverse en esta guerra es no plantear una lucha frontal contra el propio egoísmo. Estamos ante un perro enrabietado, sujeto por una larga cadena, que en cuanto nos pongamos a tiro nos dará una dentellada. Hay que distraerle, entretenerle y hasta hacerle alguna carantoña para que se entretenga con otra cosa. Luchar contra uno mismo es el combate más difícil.
Lo más oportuno es no lamerse las heridas -los perros se vuelven más fieros con el olor de la sangre- y centrarnos en los demás: el marido, los hijos, los amigos. Si les miramos, y observamos sus movimientos, aprenderemos pronto cuáles son las cosas que más les gustan.
De entre ellas tampoco podemos elegir aquellas por las que tengamos un rechazo frontal y nos difícil superar. Si a nuestra mujer le encanta que la acompañemos cuando sale de compras, pero a nosotros nos revienta, hay un término medio y vale la pena que nos planteemos el señuelo de complementar esto con algo que nos apetezca también a nosotros.
¡Pues vaya una majadería tan grande! ¡Con cosas tan elementales no vamos a ninguna parte!
No se trata de grandes «gestos heroicos». Tampoco son necesarios sacrificios espectaculares y llamativos para que el otro se percate de lo mucho que estamos dispuestos a soportar para que se encuentre a gusto.
Es ceder hoy un poco en esto… mañana otro poco en lo otro…
La segunda vez que venzamos en una pequeña meta volante, aunque sea en una etapa llana, notaremos en el paladar un buen bouquet.
Paladear el sabor del «bien» no es regodeo. A ese «perrito» del que hablábamos antes hay que darle algún trozo de carne porque no todo va a ser huesos.
Muy bien, pero esto es un cuestión de dos. Si la otra parte no responde ¿qué hacer? Ante todo, no esperar la respuesta automática. Estaremos acumulando ascuas encendidas encima de su cabeza que antes o después surtirán su efecto. En cualquier caso, ese pequeño acto de salir de uno mismo para buscar al otro, nos está humanizando, nos hace más personas, nos aporta una madurez que cristalizará en una felicidad muy especial. Porque la felicidad no es otra cosa que el sabor del bien, muchas veces repetido.
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales