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Los padres de los novios

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A veces me llegan cartas desde el otro lado del Atlántico que, con un estilo especialmente amable y delicado, me cuentan sus problemas y me piden alguna sugerencia que les ayude.

En esta ocasión, en un correo electrónico, me plantean la sugerencia de que, dentro del plan de preparación de los novios para el matrimonio, se incluya una sesión dedicada a los suegros de una y otra parte. Según ella se trata de pedirles que se estén «calladitos», que no incordien.
Mi amable comunicante hace una serie de consideraciones cuajadas de sentido común y, por lo que se deduce, de experiencia práctica. Pienso que «con la que está cayendo» podría ser un tema «para nota», pero como ella apunta: ya tenemos suficiente material para lidiar con nuestros propios defectos y con los de nuestro/a cónyuge, como para que además tengamos que desenredar los nudos -no lazos- de nuestra familias de sangre. Con gran plasticidad subraya que hay que estar todo el día dándole vueltas a lo que mi suegra dice, mi nuera hace, mi suegro dice o mi yerno acostumbra.

Más adelante señala el origen. Estas son las familias que muchas veces padecen «familiosis múltiple y crónica y arraigada» porque no supieron educar a sus hijos en libertad, sino para sí mismos, con lo que a los hijos se les hace difícil volar de modo independiente y encuentran mucha dificultades a la hora de construir su propio hogar sin «el visto bueno» de su padres, y esto trae complicaciones y a veces verdaderos divorcios porque no siempre -y es lo lógico- el cónyuge estará de acuerdo en vivir «bajo la mirada de los suegros».

Los padres de los novios

Foto: THINKSTOCK 

En tan breves palabras, nuestra amable comunicante logra un pleno de aciertos. Bien es verdad que al recibir su misiva, tuve una primera reacción de pensar que estas dolencias se presentaban más agudas en el Nuevo Continente, por distintas características culturales, pero inmediatamente me corregí. Sólo tuve que recordar alguno de los últimos casos que había tenido que tratar, para concluir que el asunto estaba presente aquí con similar peso específico.

Las raíces son las mismas en cualquier lugar pues el ser humano, en el fondo, está hecho con la misma pasta en USA que en Turquía, en Grecia que en Mongolia. Y así lo ha sido en cualquier época, aunque la parafernalia que le envuelve cambia con el tiempo.

A riesgo de que los lectores se aburran de mi pesadez sin límites, tendré que insistir en que los problemas están en la persona y son sus defectos los que se ponen de pie de una manera ostensible en el matrimonio, con una virulencia que les llega a asombrar a los propios interesados. Cada uno de ellos, por muchas veces que se hayan mirado al espejo y hayan observado un lunar en la mejilla o una calvicie ya incipiente, se ha acostumbrado a ella y piensan que les «queda gracioso». Cuando el otro cónyuge nos mira más de cerca que ese cristal con azogue, descubre que el lunar distorsiona la línea de los labios y la alopecia nos echa años encima. Y eso molesta… Junto a ese descubrimiento de ver al otro con sus defectos, hay que seguir persiguiendo nuevos hallazgos que muchas veces tendremos que encontrarlos en el diccionario.

Experiencia y prudencia

Ese deseo de «ayudar» de los suegros, ¿no son tentativas de conservar el «poder» perdido? Ese «cariño» tan cacareado, ¿no es puro «egoísmo» que se resiste a perder parcelas de afecto que ha de compartir? ¿Les sonrojaría que les llamáramos «celotipias»?  Esa constante curiosidad para enterarse de los detalles más íntimos en las relaciones de la nueva pareja, ¿no será el deseo de invadir una intimidad que no les corresponde o lo que es peor, la nostalgia de las propias experiencias que ya quedaron lejos?

Pero existe una enfermedad aun más grave que la «familiosis», de la que habla mi comunicante, me refiero a la blandura. El virus viene de lejos. Desde que ese niño o esa niña eran pequeños no le hemos dejado llorar. Eso se paga. La asignatura de experimentar el propio dolor o se cursa a su tiempo o la recuperación tardía resulta más costosa y a veces se arrastra la carencia toda la vida.


Todo lo que es valioso requiere un esfuerzo directamente proporcional al nivel de excelencia de eso que buscamos.


Lo he observado repetidamente, pero me sigue asombrando. Hablo de esa madre o ese padre que han sacado adelante su matrimonio, superando, «aguantando», para ser más exactos, todos los defectos del otro, que eran muchos y llamativos. Gracias a acoplarse, «retorciéndose», si es preciso, han llegado a una madurez feliz.

Pues bien, esos mismos padres, cuando alguno de sus hijas/os les muestran las dificultades en su acoplamiento con el nuevo cónyuge, se sienten «ofendidos en lo más íntimo» y al primer problema, les aconsejan que cojan la puerta. ¡Insensatos! Para superar el primer obstáculo, les abocan a un problema mucho mayor. Quizá son los mismos que cuando llegan a casa de sus padres y comentan que tienen un jefe inaguantable, les sugieren mil soluciones que siempre concluyen de la misma manera: aguanta, que todos hemos tenido que aguantar y en todos los sitios «cuecen habas».

Tampoco me valen esos suegros revanchistas, que en el periodo del noviazgo les hicieron ver a esa hija/o  que aquella persona no era la adecuada y le iba a crear muchas dificultades. Si ella/él, en uso de su libertad han tomado una decisión distinta a la que les aconsejamos, cuando se cumplen las previsiones, tampoco se pueden sacudir el problema con un «ya te lo advertí». Eso es «defendella y no enmendalla». No se puede hacer ni un reproche, ni recordar para nada la advertencia anterior. El verdadero cariño a esa hija/o nos exige volcar toda nuestra experiencia y prudencia para ayudarle a superar las dificultades.

Podríamos matizar muchos aspectos. Ahora he querido dar respuesta a esta amable e inteligente lectora que me ha brindado la ocasión de escribir esta página.

Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales

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