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Padres adultos

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Todos conocemos personas que superan ampliamente los 40 y, sin embargo, su tipo de vida, sus costumbres, sus anhelos, coinciden con los de cualquier muchacho de 16 años. Contemplando su proceder desde fuera, nada distingue al uno del otro. Y es que la madurez del hombre no depende únicamente de la edad que señale su documento de identidad sino de muchos otros aspectos de la personalidad del sujeto.

Asimismo ocurre con la paternidad. No por el hecho de ser padre, automáticamente se es «padre adulto». Cada vez abundan más «los padres-niños», es decir, los que son padres pero se relacionan con sus hijos «de niño a niño».

Padre e hijo jugando

Foto: THINKSTOCK 

¿Cómo podemos reconocer a un «padre-niño»? Por la arbitrariedad de las respuestas a las inquietudes de sus hijos, por la incapacidad de dar contestación razonada a los grandes interrogantes que la vida nos plantea.

Ciertamente, ser «padre-niño» es tentador. Reconozco que cuando un hijo me presenta alguna pregunta comprometida, mi primer pensamiento es resolverla apoyado en una «respuesta-tipo» que me permita salir aparentemente airoso del envite. Así, por ejemplo, en cuestiones tan diversas como la muerte, la enfermedad, la sexualidad o la injusticia.

La importancia de dar respuestas

Sin embargo, los padres estamos llamados a dar a nuestros hijos mucho más que respuestas de manual o nociones abstractas; ni siquiera es suficiente enseñar razonamientos. Tu hijo podrá perdonar tu temperamento y hasta tus debilidades; pero difícilmente podrá disculpar tu mutismo ante preguntas sobre el sentido más profundo de la vida.


Quizás hayas puesto empeño en que tu hijo se comportara educadamente, en que estudiara para labrarse un futuro de provecho; pero tal vez descubras que, siendo esto importante, no es suficiente.


Recuerdo cierto padre que un buen día se dirigía con su hijo mayor hacia su coche. De lejos, vislumbró cómo el vehículo que la noche anterior había dejado aparcado en la calle, estaba destrozado; las lunas habían sido reventadas a pedradas, el retrovisor arrancado con furia y la carrocería rallada de principio a fin. Una vez contemplado tamaño desastre, el hijo preguntó angustiado a su padre: «Papá, ¿qué vamos a hacer?». El hombre, quedó pensativo unos segundos y, mirándolo con ternura a los ojos, respondió: «¡Perdonar a los que nos han destrozado nuestro coche!».

Aquel hombre entendió que su hijo al preguntarle «qué vamos a hacer», en realidad, le estaba interrogando sobre el sentido del mal en el mundo, sobre el misterio de la iniquidad. Y no rehusó la respuesta. Antes, al contrario, con pocas palabras, el hijo comprendió que el mal y la injusticia no tienen la última palabra; y que, del sufrimiento y la angustia, puede nacer del hombre un sentimiento mucho más poderoso que el agravio recibido, algo tan sublime como el perdón al enemigo. El hijo volvió a su casa contento. Había perdido un coche, pero su padre le había entregado un tesoro más valioso que todas las riquezas del mundo.

Raúl Gavín. Abogado y padre de 8 hijos

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