Llega la Navidad y con ella el bullicio de la celebración, el desorden de los regalos, las comidas y las cenas a todas horas. Pero, ¿cuál es el verdadero sentido de la Navidad?
Se enciende el portentoso decorado de luces de El Corte Inglés; se inunda el buzón de publicidad anunciando grandes promociones en todos los centros comerciales de la ciudad; aparecen gruesos catálogos de juguetes que mis ocho hijos revisan con avidez para seleccionar sus peticiones a los Reyes de Oriente; reconozco los perfiles y las espaldas de cochinillos, corderos y pavos que no se habían asomado por mi casa de febrero a noviembre.
Cruzamos llamadas con mi hermana, mis padres, mis suegros y mis cuñados, intentando cuadrar el plan estratégico gastronómico, incluyendo el mayor número de comidas y cenas en el menor tiempo posible; se ahoga mi móvil de whatsapps con propuestas para la cena del trabajo, la comida del colegio de los niños, del club de baloncesto, de los amigos de toda la vida…
Porque si solo eso es la Navidad ¡yo me desapunto! Se entiende así que se escuchen proclamas en contra de unas fiestas que pueden servir de excusa para incrementar el volumen de compras de artículos fútiles, de intercambios compulsivos que salen, a veces del corazón, y en muchas ocasiones del dictado comercial de poderosas corporaciones que reclaman asimismo «hacer su agosto» con ocho meses de antelación.
Por eso la Navidad provoca en mí sentimientos encontrados. Y ya se ha convertido en costumbre, que se repita año tras año, en el tiempo navideño, el mismo recorrido interior. Este viaje se inicia en las primeras semanas de diciembre en las que murmuro con hastío porque no encuentro fechas para tanta celebración, no encuentro dinero para tanto regalo, no encuentro espacio en el comedor para tanta gente y no encuentro la fórmula mágica para que nadie se sienta relegado en el reparto familiar de fechas para las celebraciones.
Conforme el mes avanza, lo hace también mi grado de irritación interior hasta que, por fin, mi esposa y yo hacemos una pausa, una parada para rumiar lo que nos disponemos a celebrar. Coincidimos en que corremos el riesgo de que el nacimiento del Niño Dios nos sorprenda agobiados en festejar la Navidad, olvidando que el protagonista de la fiesta es precisamente Él. Y es entonces cuando todo se transforma. La noticia del nacimiento del Salvador no puede dejarnos indiferentes. Si creemos que realmente Dios vino y viene, que acampó y acampa entre nosotros, todo cambia.
Y así sucede a medida que se acercan los días 24 y 25. Las fechas terminan por cuadrarse, el dinero se estira misteriosamente y el desasosiego anterior deja paso a la alegría interior. Aparece el espíritu de la Navidad que no es otro que el que procede del encuentro con el Niño Dios. Por ese encuentro, me siento divinizado, de manera que experimento que ya nada me atenaza; los caminos se allanan, las angustias son vencidas y siento el impulso a abandonarme, a desistir de gratificarme, a ser hospitalario y dejar de pensar en mi propia comodidad.
Es entonces cuando cobra sentido montar cada rama del árbol en familia y explicar a nuestros hijos que nuestros sufrimientos y nuestras angustias son causadas porque comemos continuamente del fruto del árbol maldito que nos lleva a la muerte; pero que nuestro destino cambió en las ramas de otro árbol donde fue clavado nuestro señor, quien al dormirse en este madero, nos regaló los frutos benditos de ese nuevo árbol de vida eterna.
Cuando los niños desenvuelven cada figura del Belén, aprovechamos para entonar villancicos a 10 voces desafinadas con guitarras y panderetas igualmente destempladas. Los más pequeños acaban siempre llorando y protestando porque les parece que han colocado en el Belén menos figuras que sus hermanos. Creo que al Niño Jesús no le importará contemplar este tipo de competiciones ni escuchar estos cantares desentonados.
Finalmente, encendemos una vela y caminamos en procesión hacia el portal de Belén que colocamos en un estante de nuestra casa. Mientras el portal queda iluminado, leemos un pasaje de la Escritura para que la palabra ilumine asimismo la vida de nuestros hijos. «La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». Y añadimos, después: no solo acampó entre nosotros, sino que ha puesto su tienda en nuestra casa. ¡Es el Emmanuel! que significa que Dios está con nosotros. «Gracias a esto -les contamos- vuestros padres llevan casados 17 años y sois ocho hermanos. Si Dios no hubiera acampado en nuestra casa, la mitad de los hijos que estáis aquí seguramente no hubierais nacido».
Algunos podrán decirme que no es válida esta espiritualidad navideña, que el amor ha de serlo sin fechas. Y tienen razón. Pero, al menos, me queda el consuelo de que este recorrido navideño me sirva todo el año como espejo de mi realidad de pobre impenitente y me aliente a volver, cada vez que me aleje, al humilde pesebre de Belén.
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