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¿Morir a los 12 años por un coma etílico? Nos hemos equivocado

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No puede ser. No podemos permitir que la vida de una niña, porque a los 12 años aún se es una niña, se nos escape porque se bebió ella solita una botella entera de ron. No puede ser que su único plan de fin de semana fuera huir de las miradas de los adultos y, escondida en los cerros de yeso que rodean su pueblo, jugar a ser mayor.

No puede ser que para ella y sus amigos el juego de ser mayor consistiera precisamente en hincharse a beber alcohol hasta caer redondos. No puede ser que alguien vendiera el alcohol, que algún mayor de 18, no necesariamente adulto, se lo comprase, que los padres perdieran el control, que la policía no actuase contra una realidad de sobra conocida. Y tampoco puede ser que la oferta de ocio para estos chicos se reduzca hasta tal extremo que todo lo que puedan hacer sea lo que han hecho. Nos hemos equivocado. Todos. Y a todos corresponde poner de su parte para que no vuelva a pasar.

Los padres, y toda generalización entraña una falacia, tenemos que revisar qué valores estamos transmitiendo a unos hijos cada vez más infantil es en la toma de decisiones trascendentes en la vida y que, sin embargo, se obsesionan por ser adultos antes de tiempo. ¿No estamos generando un mundo contradictorio en el que se les invita a ser Peter Pan hasta bien entrada la treintena, para que disfruten, porque ya tendrán tiempo de sufrir, y al mismo tiempo los vestimos como pequeños adolescentes y les organizamos fiestas de cumpleaños en las que sólo falta un escenario con la cantante de moda?

Los ambientes en los que crecen nuestros hijos tienen una oferta ilimitada de aquello que está mal. Cualquier menor con pinta de mayor -y los hay- podrá comprar un set ya preparado de refresco, alcohol, vasos y hielos en cualquier tienda abierta las veinticuatro horas, regentada por alguien para quien un coma etílico no es su problema si con eso se le mueve más rápido el brazo al gato dorado de la caja.

Morir a los 12 años por coma etílico

Foto: ISTOCK 

Y mientras que la oferta ilimitada de lo que está mal campa a sus anchas, posiblemente porque no hay efectivos policiales suficientes para ponerle coto, la oferta de lo que está bien se reduce a mínimos.

La vida del siglo XXI, marcada por el auge de las grandes corporaciones en detrimento de estructuras empresariales menores ha hecho desaparecer las posibilidades de ocio fuera de las urbes. No quedan ya cines de pueblo, teatros de pueblo, cafeterías de pueblo, tiendas de pueblo…. El que vive en un pueblo o a las afueras de la ciudad parece condenado a dos opciones: el aburrimiento de su casa o el aburrimiento de la calle. El de casa, los jóvenes lo llenan con horas de consola. El de la calle, con horas de alcohol.

Y mientras tanto, los sistemas educativos de vaivén, aberrante campo de batalla de las ideologías trasnochadas, se han olvidado de darles a las cabezas de nuestros hijos la capacidad de pensamiento crítico que les permitiría hacer un uso real de su don de la libertad.


Como no leen, no piensan; como no piensan, se aborregan; como se aborregan, beben; como beben, a veces mueren. También con 12 años. Nos hemos equivocado.


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