Hoy, aunque seguiré el hilo de la primera edad del matrimonio, desearía hablarles del «futuro». Un porvenir que llega antes de lo que pensamos, pero que empieza hoy. En un sector tan pragmático como las Escuelas de Negocios se repite incansablemente que para alcanzar un objetivo a ‘largo plazo’ hay que cubrir el que está ahora encima de la mesa, orientándolo hacia la última finalidad buscada.
La semana pasada iba por la calle con un amigo cuando se nos acercaron dos chicas que no llegaban a los quince años, con una grabadora en la mano. Nos explicaron que en el colegio les habían encargado un trabajo que consistía en hacer alguna pregunta sobre el matrimonio a personas ya entradas en años. ¿Cómo íbamos a darles ‘calabazas’?
Al preguntar los años que llevábamos casados, mi amigo contestó que acababa de cumplir los cincuenta y tres de su matrimonio, aunque con cierta coquetería matizó que no era tan viejo como pensaban pues se casó muy joven. Las chicas con los ojos abiertos como platos, tiraron a fondo: «¿Cómo resumiría estos años?». Ante el asombro de aquellas criaturas contestó con una sola palabra: «Agradecimiento».
Correspondieron con una sonrisa de conejo para disimular su asombrada perplejidad y se quedaron mudas. Ahí terminó la conversación.
El agradecimiento como base de la relación
Tan pronto nos quedamos solos, y avanzamos unos pasos, solté una carcajada y le tomé el pelo todo lo que pude. «Les has contestado como si estuvieras ante un profesor de antropología», le dije. Mi amigo, sin perder la sonrisa que resultaba un desahogo de alegría, recalcó: «No lo he improvisado, llevo muchos años con esta idea que comparto absolutamente con mi mujer. El fundamento de nuestro matrimonio al llegar a esta madurez ha sido el agradecimiento mutuo«.
No es difícil imaginar que esta fue la «entradilla» de una larga conversación. Se lamentaba de cómo las jóvenes parejas tienen tantas prisas que no dejan sazonar el amor, lo atropellan. A veces resbalan sobre él como por una montaña rusa, en busca de la instantánea emoción.
Puestos a expresarlo de forma un poco más cursi, se quedan con la vistosidad de las flores -o lo que es peor, saltan de una a otra- y difícilmente pueden paladear el sabor del fruto. La mayoría de ellas se agostan y mueren sin haber experimentado la época más exquisita del cariño mutuo.
De ahí pasamos a los libros de autoayuda y demás superficialidades, que como mucho son ‘pan para hoy y hambre para mañana’. Hay que entrar a fondo en el corazón humano y examinarlo con valentía, hasta llegar al convencimiento de que uno no es ‘superman’ y necesita la ayuda del otro. Cada uno necesita de aquella persona tan cercana para apuntalar desánimos, corregir exageraciones, enderezar rumbos o compartir satisfacciones que sólo nos puede proporcionar ese ser tan querido.
Hay que perder el miedo a dejarse ayudar, abrir el alma, oxigenar el ambiente que tantas veces se enrarece por los golpes que nos da la vida.
Por mediana que sea su sensibilidad, se llega a reconocer: «¿Qué haría el uno sin el otro?». Necesitamos acoger y aceptar el ‘don’ del que tenemos enfrente. Surge entonces un torrente de agradecimiento, que se traduce en un placer incomparable y en un deseo desbordable de entregar también lo que tienes a aquella persona de la que tanto recibes.
¡Ojo a navegantes! Esto no es filosofía barata o entelequias, sino que se puede encontrar de forma más real que cualquier fantasía que nos hayamos forjado en los primeros años. Produce cierta pena observar que las prisas sólo nos llevan a comer las frutas cuando todavía están verdes y amargan en la boca, o dejan regusto de acidez.
Estas y otras consideraciones brotaban de mi amigo mientras paseábamos. Surgían serenas, pausadas, como un suave caudal que brota de una fuente donde las aguas se han depurado con los años. Nada había alambicado o artificioso, era simple bondad al descubierto, que rezumaba después de muchos años de renuncia al propio egoísmo.
Antonio Vázquez. Orientador familiar.Especialista en el área de relaciones conyugales