Hemos pasado este puente de la Almudena tan madrileño en ese lugar que solo los madrileños llamamos «la sierra», rodeados de niños, de modo que entre propios y ajenos sumaban ocho de entre cuatro y diez años. Reconozco que terminamos agotados el lunes por la noche, ese día de regalo que nos concedió nuestra patrona, pero volvimos renovados en juventud, como nuevos, porque esos cansancios tan distintos de la vida cotidiana también descansan.
Como ha hecho un tiempo tan primaveral en este otoñal «veranillo de San Martín», los niños han disfrutado como niños, en estado puro, con toneladas de aire libre, toda la montaña por delante para explorar, mucho campo para correr, y una desbordante imaginación para crear de la nada un motivo de entretenimiento.
El juego así, sin reglas prefijadas, es maravilloso. A los niños «de ciudad» cada vez les queda menos tiempo y menos espacio para disfrutar del verbo «jugar» con mayúsculas, sin complementos añadidos por unos adultos que a veces nos obsesionamos en exceso por ocupar cada hueco de la agenda ajena como si nos diera miedo el vacío del aburrimiento.
Pero entre la diversión surge, no pocas veces, el desencuentro. Los hay de todos los colores y nos retrotraen a los mismos desencuentros que tuvimos en nuestra infancia. Porque si los juegos no cambian, las peleas tampoco. Que si el más pequeño me molesta, que si esta y aquella han hecho corrillo y no nos dejan entrar en su juego, que si el otro está saboteando las normas.
«¡Mamá, que Nosequién no nos deja jugar!» y Nosequién llega corriendo para justificar su comportamiento porque, antes de eso, Nosecuánto le dijo nosequé… El juego se rompe en medio de una trifulca marcada por el «y tú más» que no puede sino recordarme a algún triste debate parlamentario. Y me pregunto entonces cómo se consigue no juzgar. Porque sobre la base de la discordia está el juicio permanente de unos sobre los comportamientos de los otros. Todos juzgamos a cada rato, más aún cuando el juicio nos exonera de responsabilidad respecto a algo que hemos hecho. Los niños lo hacen desde la infancia.
Los niños son como niños. En el juego, descubren sin parar, dan rienda suelta a su imaginación. Cuando se pelean y juzgan, se acaba el juego.
No es fácil explicar a un niño el evangélico «no juzguéis» porque requiere, al mismo tiempo, el equilibrio de la formación con buen criterio. Curiosamente, es más sencillo decirle al niño: «tú, ocúpate de ser bueno, que como Nosequién y Nosecuánto también se están ocupando de ser buenos, al final, seréis buenos todos y lo pasaréis genial». La verdad, no creo que lo entiendan pero lo cierto es que un segundo de reflexión les basta para dejar de juzgar y volver a jugar.
María Solano Altaba. Directora de la revista Hacer Familia
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