Los artistas, los escritores, nuestros amigos, ya sean ateos, agnósticos o creyentes, en sus obras o conversaciones siempre hacen alguna referencia directa o indirecta a la narración del Génesis.
Tal vez sea porque es un paisaje, un escenario interesantísimo para reflexionar sobre el sentido de la vida y el amor. El contenido de su texto nos permite estudiar la verdadera naturaleza humana. Como escribió una vez Chesterton, la doctrina de la transgresión original es una de aquellas nociones cristianas que se pueden confirmar todos los días en los titulares de los periódicos.
La creación se presenta como un acto amoroso de Dios hacia el hombre, a quien reviste de toda la dignidad, en una acción llena de cuidado y esmero (Fernandez, A. 1999). Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas («aperta manu clave amoris creature prodierunt») (Tomás de Aquino, Sen. 2, prol; CEC, 293) Y, anidaron con sus cantos y trinos en él, todas las aves, y, además, lo habitaban todos los animales vivientes que se mueven sobre la tierra, y donde cualquiera de ellos tenía comida y frutos en abundancia (Gen 1, 30) Y, Dios, en este escenario idílico, creó al hombre, en este huerto florido, inspirado en el amor, varón y hembra los creó.
Entre el bien y el mal
En el Jardín del Edén brotaban fuentes de agua limpia, cristalina, y fluían surtidores a borbotones, hasta formar sus aguas diversos cauces y ríos, Pisón, Gihón, Tigres y Éufrates, cuyas aguas fecundaban los campos de las riberas de su cauce (Cf. Gen, 2, 6). El Jardín del Edén, sería, si me permiten la licencia narrativa, dada su naturaleza de justicia original, -y advierto que soy andaluz-, un lugar extraordinariamente maravilloso, parecido, o quizá mejor aun que el Jardín del Generalife de la Alhambra de Granada; un lugar donde el sonido del agua clara, desde los surtidores de ensueño, acariciaba los sentidos y el alma. Toda suerte de árboles hermosos y frutos suaves al paladar se hallaban en el Jardín del Edén, y, adornando sus rincones, con la vistosidad que un artista pueda imaginar, todas las flores y plantas, y la diversidad del color de aquellas, que habitaban sus riberas, y que embellecían el paisaje al atardecer y al despuntar el alba, y además aquellas otras, que proveían alimento a su vez a la amplia variedad de especies.
La metáfora es elocuente por sí misma. Sólo Dios, que los creó, -como un padre sabe de lo que es bueno para su hijo recién nacido-, conocía lo que es «bueno» y lo que es «malo» para ellos, y la advertencia es paternal, llena de amor, por cuanto que el «mal» les deteriora y el «bien» les lleva a la excelencia (Fernández, A. 1999). Por eso, con lenguaje simbólico, Dios expresa al hombre y la mujer que ser dueños de todo, no significa ignorar donde están los límites, la línea roja tras la cual crece la planta amarga del desamor.
El símbolo es claro: el hombre no era capaz de discernir y decidir por sí mismo lo que le hacía bien y que le hacía mal, por lo que debía usar su razón para apelar a un principio superior.
La ceguera del orgullo hizo creer que eran soberanos, radicalmente autónomos, y que podían prescindir del conocimiento que deriva del orden del cosmos y del amor de Dios. En su desobediencia originaria, ellos involucrarían a cada hombre y a cada mujer, produciendo en la razón y el sentir heridas que a partir de entonces obstaculizarían el camino hacia la plena verdad del amor (Fides et Ratio, p. 22).
La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, quedará destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf Gn 3, 7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf Gn 3, 11.13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf Gn 3, 16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre algo extraño y hostil (cf Gn 3, 17.19). A causa del hombre, la creación es sometida a «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf Gn 2, 17), se realizará: el hombre «volverá al polvo del que fue formado» (Gn 3, 19).
El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje brillante hecho de imágenes, que afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre (cf GS 13,1). Suceso que incide directamente en la aventura de la vida, ya que ignorar que el hombre posee una vocación al amor, una inclinación a amar y ser amado, pero que al mismo tiempo tiene una naturaleza «herida», inclinada al poder y el deseo, su no advertencia, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres (CEC, 407).
¿Qué se puede hacer en esta situación ambivalente y contradictoria? La aceptación de esta realidad nos ayudará a ser más comprensivos con las debilidades de los demás, a tener un sentido más realista en la práctica educativa de nuestros hijos o alumnos.
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