Quizá no es una expresión muy correcta, aunque no deja de ser muy usual y expresiva. El pasado verano, en demasiadas ocasiones, observé una escena que no es nueva, pero cada vez se hace más común. Ante cualquier pequeña «fechoría» que hace un crío, la reacción de los padres suelen ser los gritos.
En realidad lo más común es que sea la madre la que comience por «desgañitarse» para que uno de los hijos corrija lo que hace y cuando ha agotado sus cuerdas vocales pide ayuda a su marido para que ponga orden. A partir de ese momento son dos voces las que hacen el dúo y el chico o la chica disfrutan con la «melodía», o cuando ya le duelen los oídos, irrumpe una tercera voz para decir que «ellos no han hecho nada» o que «ya les han oído».
Cuando los gritos saturan
He sacado a colación la escena veraniega porque es la más reciente, pero forma parte de un modo de actuar bastante común.
Me cuesta trabajo entender la razón por la que pensamos que ejercemos mayor autoridad cuanto es mayor el volumen de nuestra voz. Suele ser exactamente lo contrario.
Lo curioso es que en esta época en la que los ruidos de cualquier clase aturden a nuestros hijos con mil artilugios electrónicos, abusamos también de ellos y nos ponemos a su altura. No me refiero únicamente a aquellos niños que ya conocen el significado de las palabras y captan el mensaje que se desea transmitir. El procedimiento empieza desde la cuna; de tal manera que al llegar la hora de entender nuestras palabras están ya tan saturados de gritos, que se han quedado «sordos» y nada entienden por muy alto que se les hable.
Dirán ustedes que nada de esto tiene relación con nuestras relaciones conyugales y, sin embargo, algunos antecedentes pueden hacernos dudar. ¿Cuál es el tono de nuestras conversaciones en la mesa? Con frecuencia son más altas de lo normal porque puede estar conectada la televisión y hay que superar su volumen si nos queremos hacer entender.
Recuerdo una persona adulta, con la que tenía suficiente confianza para preguntarle en alguna ocasión la razón de hablar tan alto en una conversación normal. «Es una manía que cogí de pequeña -me dijo con gran naturalidad-; yo era la más pequeña de mis hermanos y me sentaba en el extremo de la mesa; cuando quería decir algo a mi madre no tenía otro remedio que hacerlo a voces si quería que se enterara». Con unas u otras razones, se sustenta el tan traído y llevado calificativo de que estamos en una «civilización del ruido» no sólo producido por los motores, sino a la fuerza de nuestras gargantas.
Todas estas reflexiones, más o menos peregrinas, quieren desembocar en algo más serio: la autoridad no se impone con voces sino con hechos. De lo contrario resulta paradójico que en una época en la que abusamos de nuestra voz, nos hayamos quedado ayunos de autoridad.
Contagiados de nuestra locuacidad estentórea, nuestros hijos han pensado que a los gritos hay que contestarlos de la misma forma y ese es el momento en que se nos ha caído al suelo todo nuestro prestigio ante ellos. Se entabla entonces una competición en la que siempre ganan ellos, porque son más agudos sus sonidos. Ni escuchan, ni piensan, sólo se trata de ganar en la contienda a fuerza de garganta.
Desde pequeños, cuando queramos decir a nuestro hijo algo para que se le quede grabado -y mucho más si queremos corregir-, hay que utilizar el tono más bajo de voz, más pausado y más sereno; de ninguna forma entrar en competencia con ellos. Si subieran la voz, seríamos nosotros los que debemos bajarla aun más. Naturalmente, nuestra corrección u observación debe de ir acompañada por la mayor coherencia. Lo que se dice se hace y en ese actuar han de encontrar una firmeza inamovible. En este modo de actuar, el padre y la madre han de ir tan estrechamente unidos que más que buscar por parte de la madre, que el padre recalque su indicación con otro grito, el marido ha de adelantarse y no permitir que bajo ningún concepto la «criaturita» levante la voz a su madre.
Puede parecer que todas estas consideraciones son baladís, pero lo comprobé sobre el terreno las pasadas vacaciones mientras observaba el griterío dialectico entre padres e hijos en la playa y a la vez leía una estadística sobre el número de denuncias de padres por maltrato de los hijos. No son fenómenos que surgen en el otoño como las setas, ese resultado se incuba desde muy atrás, comenzando cuando los padres se «doblan» ante asuntos muy pequeños y desde temprana edad. La educación en general y las «correcciones» en particular han de realizarse desde una atmósfera de gran serenidad de ánimo, avalada por el gesto. Es muy importante mantener la firmeza -insisto, desde muy pequeños- sin aspavientos, ni ademanes espectaculares.
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales