Cuando hablamos de la Navidad en casa, invito a los niños a cerrar los ojos para que se imaginen todo lo que pasó aquellos días. Nos imaginamos la escena en Nazaret con la Virgen, ya muy avanzado el embarazo, y un San José que, preocupado, llega a casa para decirle que tienen que marcharse a Belén.
Nos imaginamos a María, recogiendo a toda prisa las tres cosas que metería en un hatillo para el viaje. Y a José, cargado con unas pocas herramientas, por si en el camino las necesitaba, por si podía cambiar un poco de trabajo por una noche bajo techo o un plato de comida. Y sin embargo, nunca los veo nerviosos ni angustiados.
Trabajando, sí. Afanándose en cada detalle, poniendo el corazón en lo que hacían, pero ni nerviosos ni angustiados. Al fin y al cabo, se tenían el uno al otro y, sobre todo, el Hijo de Dios estaba con ellos.
Nos imaginamos después el camino. Recordamos juntos las muchas excursiones que hemos hecho, lo cansado que es subir y bajar montañas, cuando a veces nos duelen los pies, otras la espalda, cuando no sabemos lo que falta, hace frío o hace calor. Y vemos a la Virgen, a ratos a lomo del borriquillo, a ratos caminando. Y a san José prestándole su cayado para las cuestas más duras. Y ese Niño Jesús, aún en el seno de su madre, que cada vez se mueve más, está más inquieto. No les falta cansancio a José y a María, ni tierra en sus maltrechas sandalias, están agotados y, sin embargo, no están nerviosos ni angustiados. Al fin y al cabo, se tenían el uno al otro y, sobre todo, el Hijo de Dios estaba con ellos.
Nos imaginamos luego la llegada a Belén. Seguro que a la mente de José llegaron vivas las imágenes de su infancia, las mismas que se marcharon cuando, una vez detrás de otra, recibió un «no» por respuesta delante de cada puerta. El padre busca instintivamente el cobijo para los suyos. Aunque la Virgen guarda silencio para no añadir más leña al fuego, ella sabe que ha llegado la hora. Y él se desvive por encontrar un techo para no pasar la noche al raso, quizá otra más, pero esta es única, especial. Seguían buscando soluciones, llamando puerta tras puerta. Pero no estaban nerviosos ni angustiados. Al fin y al cabo, se tenían el uno al otro y, sobre todo, el Hijo de Dios estaba con ellos.
Nos imaginamos, por fin, el portal. El portal no es un portal de un edificio. Ojalá. Nos imaginamos una caseta, de piedra y madera, muy austera, con paja en el suelo y la fortuna de que una mula y un buey ejerzan como improvisadas estufas. Nos imaginamos a José reparando con sus herramientas, clavo aquí, lija allá, la sencillísima cuna que antes hizo de pesebre. Nos lo imaginamos buscando paja limpia que haga de colchón, preparando unas telas suaves en las que envolverlo cuando nazca. Pero no estaban nerviosos ni angustiados. Al fin y al cabo, se tenían el uno al otro y, sobre todo, el Hijo de Dios estaba con ellos.
Y de pronto, en el silencio de nuestra imaginación, llora un bebé. Es el Hijo de Dios. Ha venido a su familia. A la Sagrada Familia. El portal parece ahora más luminoso, más cálido. Da la impresión de que las estrellas brillan más fuerte, de que hay menos viento en la noche, de que los animales descansan tranquilos. Lo que pasa, es que se tenían los unos a los otros y, sobre todo, el Hijo de Dios estaba allí, en aquel portal aquella noche, en la humildad de un pesebre, en la austeridad de la paja.
Entonces abrimos los ojos. Y estamos todos sentados en nuestro salón. Nos damos cuenta de que también nosotros nos tenemos los unos a los otros. Y allí, en medio, está el pesebre con el Niño Dios. Y el salón parece más luminoso y más cálido, y brillan más las estrellas, y hace menos viento, y todo es posible con Él.
María Solano Altaba. Directora de la revista Hacer Familia
Twitter-Facebook
Te puede interesar:
– Los valores de la Navidad para los niños
– Educar con la carta a los Reyes Magos
– 10 villancicos para cantar con niños
– La humildad, educar en valores