La semana pasada se vivía en la universidad en la que doy clase, la CEU San Pablo, uno de los momentos más intensos de cada curso académico: la jornada de asignación de plazas para intercambio con otras universidades extranjeras. La escena se repite en cada centro universitario y las cifras demuestran la creciente progresión en la implantación de esta posibilidad de estancia en el extranjero.
Es cierto que los padres tienen que hacer un sacrificio considerable para mandar a sus hijos a estudiar un semestre fuera de nuestras fronteras y que las becas, si se consiguen, no dan ni para empezar. Pero también lo es que el Erasmus y otros programas de intercambio son a los jóvenes del siglo XXI lo que la «mili» fue a los del XX.
Una «mili» mucho más ‘light’, claro está, pero muy saludable no tanto por lo que puedan aprender sobre su carrera y profesión en otras universidades sino lo que la experiencia adormida en la soledad y la distancia les aportan para su proceso de maduración personal. Es verdad que salen muchísimo, pierden muchísimas clases y conocen a muchísimas personas con las que salir muchísimo y perder muchísimas clases.
Quizá no estudian todo lo que debieran. Pero aún así, el crecimiento personal está asegurado.
Me contaba el otro día una alumna su desalentadora llegada a Holanda. La habitación compartida que había alquilado no se parecía en absoluto a la versión vía web que había elegido. Allí no había de nada, por no haber no había ni sábanas y eso que juraría que le habían dicho que sí tenía. Llamó a su madre llorando, ella la tranquilizó y, al colgar, también lloró muchísimo porque si hubiera tenido un avión, se habría presentado en Holanda para rescatar a su princesa (y llevarle varios juegos de sábanas).
En la heladora noche de un febrero holandés, la estudiante que hablaba tanto holandés como yo swahili, consiguió hacerse entender para dar con una tienda en la que se hizo con unas sábanas elegidas por ella. Es verdad que el presupuesto de su semana se vino al traste y comió las legumbres esperadas, pero me dice que nunca se había sentido tan orgullosa de sí misma como cuando aquella noche se metió en su nueva cama recién hecha.
Son muchos los factores que provocan que en la sociedad actual se produzca una maduración mucho más tardía. Algunos se deben a verdaderos avances sociales, como las facilidades de acceso a la educación. Otros, a cambios culturales, como el retraso en la edad de inicio de la etapa laboral, en la del matrimonio y la maternidad. Los últimos, al cambio en el papel de los padres que, en su afán por cuidar a los hijos con todo el esmero, a veces no les dejan crecer lo suficiente.
Cuando una oportunidad académica como un intercambio en el extranjero se presenta en el camino de nuestros jóvenes, todo resulta mucho más difícil que resultó para sus padres marcharse a la mili, siendo así que aquí ningún oficial viene a sacarte a formar en el patio a las cuatro de la mañana. Pero igual que aquella experiencia marcaba a una generación, terminaba de fraguar la madurez de unos chiquillos que salían hechos hombres, y que con versa coin tras conversación, recodaban para siempre aquellos meses de experiencia, con él Erasmus mandamos a unos niños de universidad solos ante los acecha tes peligros de la vida y nos devuelven a unos jóvenes resueltos para los que saltar barreras solo es cuestión de ejemplo. Y todos, todos, recuerdan para siempre esos seis meses en los que ingresaron en la etapa adulta.
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