En diez minutos escuché la misma pregunta cinco veces. «¿Dónde vamos a parar?». Al repetirse por sexta vez, no pude contenerme y respondí, con cierta ironía y peor intención: «Donde vosotros y yo queramos«.
Ocurrió en una conversación muy animada del pasado verano. Los contertulios era «buena gente», con bastantes años menos que yo y el tema apareció tras el empacho producido por los comentarios políticos. Alguien sacó a relucir las cifras de separaciones y divorcios, y la temperatura ambiente comenzó a escalar los niveles en el termómetro, entre otras cosas, porque a alguna de aquellas parejas ya le llegaban las olas por encima de la cintura, por seguir con el símil estival.
Ante mi afirmación de que nosotros formábamos parte del problema, sentí que convergían sobre mi cabeza rayos incandescentes con deseos de fulminarme. Se produjo un largo silencio que, a duras penas, rompió una de mis amigas. «Y tú, ¿por qué dices eso? ¿Acaso tienes la solución?». Por alusiones no tuve otro remedio que contestar:
Los grandes ideales no han fracasado por haber sido superados, sino por no haber sido suficientemente vividos (Chesterton)
-Ni tengo una varita mágica, ni escondo la fórmula secreta del bálsamo de Fierabrás que todo lo resuelve, pero intuyo de alguna forma por dónde van los tiros. En este tema, como en muchos otros, se habla demasiado pero se piensa bastante poco.
-¿Por qué no nos cuentas tus teorías?, pero por favor, no te enrolles.
– Es exactamente lo que pretendía evitar, porque el «ancianito» de la reunión no quiere contaros el cuento de Caperucita. Lo único que me atrevía a sugerir es que os dejarais de «teorías», «tópicos», «eslóganes», «lugares comunes»… y que cada uno se mirara al espejo y se dedicara a «pensar con criterio propio».
-Hombre, a estas alturas del rodaje, lo que necesitamos es un salvavidas, no que nos digas que hemos de contratar un profesor de natación.
-Ahí está el problema. Pensamos que nos lo sabemos todo sobre el matrimonio y nos falta mucho por andar. Lo diré en «Román paladino»: pensamos que estamos de vuelta y no hemos llegado tan siquiera a recorrer el camino de ida.
-Ves como ya estás en las teorías.
– Aquí es exactamente donde quería llegar. Nos creemos unos expertos porque hemos leído algún «librito» o los articulillos de algún psicólogo donde se expenden recetas para curar todos los conflictos, pero cuando ha llegado la hora de la verdad no hemos llegado a practicar nada. Lo dice Chesterton muy claro: «Los grandes ideales no han fracasado por haber sido superados, sino por no haber sido suficientemente vividos».
Hemos carecido de ambición para plantearnos nuestro proyecto matrimonial como algo mucho más grande que nuestras estrechas perspectivas. Sin esa gran ilusión en la cabeza, al primer obstáculo se nos hace una montaña.
– No seas idealista. A la mayoría de nuestros padres no les fue nada mal sin tanta «historieta».
-Vayamos por partes. En la generación siguiente a la mía ya no han atado los perros con longaniza y los resultados los estamos recogiendo ahora. Pero no quiero entrar en ese tema porque siento un inmenso respeto por cualquier situación y jamás se me ocurrirá juzgar a las personas que acumulan las desbastadoras estadísticas que antes habéis comentado sobre las separaciones. Dejando esto aparte, lo que pretendía que pensáremos es que el matrimonio no tiene que mirar atrás para ser lo que nuestros abuelos hacían, sino que cada uno de nosotros tiene que plantearse llegar a ser lo que debe de ser.
-En vez de calmarme, cada vez me generas más inquietud.
-Digámoslo claro: más ansiedad.
-Es que el abanico de nuestras inquietudes no tiene límites. ¿Verdad que has pensado más de una vez que una cosa es lo que esperabas el día que te casaste y otra la que has encontrado? No me negarás que el paso del tiempo trascurre sin dejar mella. ¿Acaso no te cuesta superar las dificultades sin mirarte la ropa, sino que te sientes víctima? Verdad que tiene su miga cuando aparece la sequedad de sentimientos a cualquier edad. Pues bien… eso nos pasa a todos, porque el hombre y la mujer somos los seres más misteriosos de la creación y nos angustian esas ocurrencias y otras mil que se nos pueden pasar por la imaginación. Es que no somos piedras, ni arbustos, ni peces. ¡Afortunadamente! Somos algo tan grande que ni nosotros mismos nos lo creemos. Junto a ello estamos a la intemperie y hoy llueve, pero mañana hace un sol espléndido. Y en cada caso hay que coger el paraguas o ir por la sombra, sin darle tanta importancia a lo que es normal.
-Vamos, quieres decir que metamos la cabeza debajo del ala.
– De ninguna manera. Lo que sugiero es pensar en los resortes que tenemos los dos. En lo positivo que tiene cada uno -dentro de su singularidad- y en las inmensas posibilidades del amor conyugal que todavía no hemos explorado.
-Eso que tú pides no es nada fácil.
-Ese es otro problema. Nos falta contar con el tiempo, somos como esos niños que siembran un hueso de melocotón por la noche y a la mañana siguiente van a mirar si se ha convertido en árbol. Déjame que para terminar te recuerde unos versos que también se sirven de esta imagen de la naturaleza. Ya es expresivo que el poema se titule: «De la vida sencilla» Te copio: Toda la vida está henchida/ de preñez de sementera*, /¿y yo he de hacer de mi vida/ rama estéril y podrida/digna solo de la hoguera? [*]La vida es campo que espera/ que lo cruce la macera/y lo remueva la azada/ y es ir y venir de arada/ y es bregar de sementera. Las estrofas que siguen no se engolfan en sentimientos dulzones: La vida es cuesta empinada/ de una montaña cimera. Por eso espolea al lector: ¡Alma da cuánto poseas/hasta las últimas sobras!/ ¡Tú, voluntad, date en obras!/Tú inteligencia en ideas.
Todo menos dejarse abatir por los acontecimientos. ¡Cuántas toneladas de sufrimiento soportamos por no haber querido pasar el mal rato de doblar nuestro amor propio!
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales