En casa mi mujer lleva las cuentas. Es una chica pragmática y generosa. Es decir, mide bien las posibilidades de cada euro sin regatear el bienestar de los suyos, lo que es todo un mérito después de juzgar el suceso que protagonicé hace unos días.
Dándomelas de cabeza de familia responsable, decidí echar números. Consciente de mis limitaciones -al examinar un extracto del banco, por ejemplo, tardo unos minutos en encontrar dónde está la fecha de emisión -, abrí una hoja de excel y comencé a rellenar casilleros: apartado luz, gas y agua, tanto; alimentación y otros gastos, tanto; administración de la comunidad de vecinos, tanto; colegios, tanto; servicio doméstico, tanto; seguros varios (automóviles, casa y salud), tanto; teléfono móvil y fijo, tanto; cafés y fumeque, tanto.
Le eché un vistazo a la retahíla de conceptos y cifras, y me pareció que aquello abultaba más de lo que me había imaginado.
,Pero no que fuera a ser la causa de un largo insomnio, que es lo que sucedió, cuando apreté con el ratón el comando sumatorio y contemplé, de un solo golpe, lo que consume una familia de cinco miembros, tres de los cuales no levantan ni un par de palmos desde el suelo.
Yo, que soy de naturaleza pacífica, me llené de todo tipo de malos pensamientos contra el talante, el diálogo y las promesas de quienes nos gobiernan y nos gobernaron, dados a fotografiarse con las asociaciones de familias numerosas en cuanto llegan tiempos electorales. Me persuadí de la locura de quienes hemos apostado por la vida, de nuestra desprotección, del mal trato que nos brindan las autoridades, que nos consideran bobos.
Ni una sola ayuda para compensar el colegio que hemos escogido para lo pequeños, ni siquiera para pagarles el bocata del recreo de media mañana. Después de setenta y dos horas de ardores, sudoración y pesadillas, mi santa logró convencerme de que si hemos llegado vivos al día de hoy, es que el amor es más fuerte que los números rojos. A pesar de las deudas, ¡venceremos!