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Dejarse expropiar

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Alguien me comentó, las sorpresas que el amor acarrea, cuando mi interlocutor se desahogó con una frase lapidaria: «Es que muchas personas no se han enterado que en el matrimonio hay mucho de expropiación». Me pareció que había dado con una frase expresiva. Su autor, mi amigo, lleva ya quince años casado, y poco a poco, me desentrañó el contenido de la frase. Enseguida me di cuenta que me habían expropiado «mi» tiempo.

Se había acabado eso de aprovechar la mañana del sábado para jugar un rato al fútbol en el antiguo colegio con mis mejores compañeros. Se habían terminado las posibilidades de tomar algo después del trabajo, porque había que estar a la hora de los baños de los niños. Por ahí empezamos y a estas alturas mi hijo mayor me expropia hasta los calcetines y calzado de deportes, dejándome en su lugar sus zapatillas más cochambrosas»

Para que las mujeres no me llamen lo que no soy, podría añadir otros tantos ejemplos referidos a ellas. Ya no hay tardes relajadas, para dar un paseo mirando escaparates, porque hay que salir corriendo al supermercado antes de que cierren y cargar y descargar cuatro veces todas las viandas que desaparecen en dos días. Poco más tarde, comprobará cómo la niña le ha estrenado la última blusa elegida con tanta ilusión. Lo dicho, le han expropiado hasta la forma de respirar.

Dejarse expropiar por la familia

Foto: ISTOCK 

¿Saben que les digo? Que aunque la palabra expropiación tenga ciertas resonancias legales, me gustaría convertirla en poesía de lo ordinario. De una poesía de la que quiero hablar hoy.


Me choca, me aplasta, me aburre, escuchar las continuas quejas de lo que «he perdido» y lo poco «que me dan». A veces, tengo la impresión de estar en un continuo litigio de «derechos», para pasar a unas cotizaciones de «mercado», y más tarde a un contrapeso de «utilidades».


¿Es que se ha olvidado ya lo que significa aquello de que por una mirada un mundo, por una sonrisa un cielo, por un beso de tu boca… yo no sé lo que daría por un beso… ¿Tanto se han abaratado los besos? ¿Se ha disparatado tanto la oferta que ya no valen nada?

Hay gente joven que cuando piden explicaciones sobre el amor en pareja, ponen cara inexpresiva y exigen argumentos como si se tratara de demostrar el teorema de Pitágoras. Me dan ganas de decir: «No, mira, eso no tiene explicación. O rebrinca en el corazón y en la cabeza, o de lo contrario, soy tremendamente torpe para explicártelo».

Se pretende que sea todo tan racional, tan equilibrado, tan funcional, tan operativo*que resulta imposible airearse los pulmones. Llega la asfixia. Alguna vez me he referido a la imagen lorquiana: ¿has tenido entre las manos un pájaro vivo? Pues eso mismo pero en el pulso de las venas. Por ahí también anda el amor… yo no te lo puedo explicar mejor.

Quizá mis lectores recuerdan un verso que aprendimos en Bachiller, cuando nos hablaban de Lope de Vega, afortunado amado y amador, que jamás podría haber escrito lo que llevó al tablado, sin tener el corazón en carne viva. Si hacen memoria, les vendrá a la cabeza aquellos cuatro últimos versos de un soneto inolvidable: «Beber veneno por licor suave / olvidar el provecho, amar el daño / creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe».

Me lo pregunto muchas veces: los que tantas veces se quejan de que «se les ha pasado el amor», ¿lo han experimentado alguna vez? Han construido un amor a su dimensión y se han olvidado que para amar, hay que salirse de los propios límites y trascender más allá. No son pocas las ocasiones en las que después de escuchar a alguien que se le ha «pasado el amor», me han dado ganas de contestar que se les ha secado la planta cuando no han llegado siquiera a verla florecer, cuanto más a dar fruto. Piensan que están a la vuelta de todo y ni tan siquiera han hecho el viaje de ida.

Nos hemos planteado alguna vez, como dice el poeta: «olvidar el provecho, amar el daño» Sí, sí, ya lo sé. A qué vienen estas locuras, cuando lo que discuto es si tú me has herido y yo te he contestado con idéntica moneda. ¿Pero qué planteamiento tan demencial me estás haciendo?

¿Cómo se puede pensar a estas alturas de la película que «un cielo en un infierno cabe»? Naturalmente que tiene razón Lope. Conozco personas -cada vez menos, bien es verdad- que aman tanto que en medio del mayor sufrimiento del infierno más lóbrego, les cabe el cielo de ser felices por amor. ¿Dementes? Pero felices. A la vez conozco centenares de personas que ante el primer desencuentro amoroso, se sumergen en el tormento del que son incapaces de salir.

¡Dar la vida! ¿Tanto nos hemos olvidado del sentido de estas palabras? Dar la vida no es venderla por una limosna amorosa, ni cobrar un precio. Dar la vida es entregarla a cambio de nada. Por ahí se llega a la felicidad. Lo demás son gaitas.

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