Como andamos sumidos en un proceso de debate social sobre la conveniencia de que los niños hagan deberes en sus casas, parece que las tareas encomendadas para la tarde han perdido algo de fuerza impositiva. ¿Debemos dar cumplimiento a una obligación si la consideramos inadecuada?
Adelanto que no tengo una certeza plena de la conveniencia de los deberes. Por un lado, en mi papel de profesora en la Universidad CEU San Pablo, reconozco la indudable necesidad de que los alumnos repasen y reposen contenidos, amplíen y completen materia, en un ejercicio mental que, por ser absolutamente individual, requiere de soledad y sosiego. Por otro, soy consciente de que los horarios extensivos de nuestros hijos les dejan sin tiempo libre en cuanto se sobrecarga la tarde de deberes.
Pero no quería utilizar esta entrada del blog para abordar el debate de fondo, sino una cuestión de forma que me parece muy peligrosa en el largo plazo educativo. Incluso cuando no estemos de acuerdo con la carga lectiva que se impone a nuestros hijos, no podemos permitirnos compadecerlos, aminorar el esfuerzo o trivializar la importancia del contenido.
Dar a los hijos la impresión de que los deberes no son importantes, de que pueden posponerlos porque están muy cansados, de que es justificable que los hagan tarde y mal, es poner en marcha una bomba de relojería adosada a los cimientos de nuestro edificio educativo.
El fondo de la cuestión estriba en que los deberes no son buenos ni malos en sí mismos. Nadie hace un mal por hacer deberes o por mandarlos.
Es una cuestión opinativa que nace de la diversa consideración del valor del esfuerzo y la apreciación del tiempo libre. De modo que, incluso aunque seamos contrarios a los deberes, hacer deberes nunca está mal.
Cuando me planteo esta situación que tantos quebraderos de cabeza está generando en nuestro entorno, no puedo por menos que recordar una escena de una santa que, aunque doctora, fue rebelde y rompedora. Tenía ella una voluntad que chocaba en ocasiones con las recomendaciones de su confesor. Y de aquellos debates concluyó que quien obedece no se equivoca.
Porque obedecer entraña una serie de virtudes imprescindibles en la educación. Y en el caso de los hijos respecto de los padres, no se entabla no se debe entablar una relación democrática entre iguales, sino jerárquica en la que los mayores transmitan a los pequeños el legado del que proceden, los formen con el buen criterio que conceden la edad y la sabiduría y los guíen con acierto en decisiones no siempre sencillas.
En el supuesto de los deberes ocurre algo similar. Incluso si no estamos conformes con la idea, quien obedece no se equivoca puesto que, en la prelación de autoridades, es más importante respetar la del profesor, incluso sin compartirla, que imponer un criterio diferente, basado en una opinión por fundada que esté, si con ello acabamos de hacer volar por los aires la cadena de la auctoritas que garantiza la buena educación en el aula de nuestros hijos.
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