Es habitual que, cuando termina el día, cerremos los ojos y hagamos repaso de todo lo acontecido en casa a lo largo de la jornada. Tal hijo que tiene problemas con los compañeros de clase, otro que está más triste de lo habitual y así con cada uno de ellos. También pensamos en nuestro comportamiento como padres a lo largo del día y nos sumimos a veces en la desesperación: «He sido impaciente», «Le he gritado más de la cuenta por algo sin importancia», «Le he exigido demasiado». Pobrecillos, pensamos; si pudiera volver atrás…
Los padres somos hombres y no existe hombre irreprochable. No somos perfectos. Nos equivocamos con los hijos constantemente. Y no pasa nada. Siempre tendremos una segunda oportunidad. Es el arte de compensar. A la primera, difícilmente atinamos. Sin embargo, como padres, estamos llamados a no fallar a la segunda.
Aprender a compensar
Recuerdo en cierta ocasión que, estando en unos grandes almacenes, perdí los nervios y volqué toda mi ira contra ellos de forma injusta y desproporcionada. Tal fue mi arrebato que, cuando subieron al coche, ninguno hablaba porque intuían que el «horno no estaba para bollos». De camino a casa me dije: «Están atemorizados, soy un desastre, no valgo para padre, siempre me pasa igual». Pero, una vez pasados los primeros momentos, fui ideando en mi cabeza el plan para compensar con proporción a mis hijos que antes había herido con desproporción.