La advertencia que lleva a conocerse es muy antigua. Y, esto es así porque el espíritu humano, desde siempre, desea saber la verdad de sí mismo. Este deseo natural estaba grabado en la inscripción que los siete sabios en Grecia hicieron esculpir en el frontispicio del templo de Delfos, y que decía así: «Conócete a ti mismo», (cuya traducción latina fue: nosce te ipsum). Era una invitación inteligente al descubrimiento del sentido de nuestra naturaleza, la vida humana y el amor. No decía «constrúyete a ti mismo» como te venga en gana, sino descubre la maravilla de tu propio ser.
Estas preguntas acerca de quién soy, acerca del principio y el fin de la vida, las encontramos en todas las culturas: en los escritos sagrados de Israel, también aparecen en los Veda y en los Avesta, las encontramos en los escritos de Confucio y Lao-Tze, y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo, se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles. Son preguntas que tienen un origen común: el conocimiento del sentido que desde siempre acucia al corazón del hombre y de cuya respuesta a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que le demos a nuestra existencia (Fides et ratio, 1).
Valorar lo que somos
Uno de los más famosos historiadores de Roma, Marco Tulio Cicerón (106 a.C-43 a. C), dice acerca de Demóstenes (384 a.C-322 a. C): «Aquel tan grande orador había aprendido a hablar ante los otros, pero no había aprendido a hablar consigo mismo». Baltasar Gracián utiliza otra metáfora, cuando dice que hay espejos para la cara, pero no para el espíritu; este espejo debe serlo la prudente reflexión sobre uno mismo, tiene que conocer las fuerzas de su prudencia y su perspicacia para emprender proyectos, comprobar su tesón para vencer el riesgo, y tener medido su fondo y su capacidad para todo.
El conocimiento de uno mismo ha de comenzar por valorar, con objetividad y de forma serena, lo que somos, lo que tenemos y lo que sabemos, y a dónde nos dirigimos. Hagámoslo seriamente, reflexivamente y sin sentimentalismos, poniendo cada cosa en su lugar, imaginándonos que no hablamos de nosotros sino de otra persona (Riba, P. 2010).
Sin conocimiento de sí mismo, sin autoestima y confianza en uno mismo, no se puede esquivar la neurosis, pero tampoco con la prepotencia de una autoafirmación sin límites es posible la convivencia siquiera con uno mismo. La autocrítica no está reñida con la autoestima, pueden y deben convivir juntas, regidas por la inteligencia (Martin García, M.A. 2008).
Hemos de saber qué somos (nuestra esencia de hombre) y quién somos (nuestras diferencias psicobiológicas y culturales). Un gran campo de experimentación común, en el que los hombres y las mujeres aprendemos a valorar las reacciones humanas, a investigar sus causas, a intuir los sentimientos que se ponen en juego, es el de nuestra propia experiencia.
«Y lo mismo sucede con toda la riquísima gama de sentimientos que pueden ocupar el corazón humano. A medida que uno se conoce mejor, se hace más capaz de comprenderse a sí mismo, y a los demás, porque ‘sabe’ lo que le sucede realmente» (Lorda, J.L. 2010).
Las necesidades materiales no son suficientes si no se satisfacen las de la razón y el corazón. Es más, las exigencias del amor no contradicen las de la razón, ya que sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor.
De hecho, Dante, pidió a su Maestro, Virgilio, que le definiese el alma y el amor. El alma -responde Virgilio-, «es creada con una predisposición original hacia el bien, se inclina hacia todo lo agradable, al punto que el placer la estimula a la acción. (…) Luego, del modo como el fuego asciende a lo alto a causa de su misma esencia, concebida para subir allá donde se conserva en su materia primitiva, así el alma apasionada se ofrece al deseo, que es el movimiento espiritual, y persevera hasta conseguir la posesión del objeto amado. Por todo lo dicho, -continua el maestro-, puedes comprender cuánto error se encierra en las afirmaciones de quienes defienden que todo amor tiene algo de laudable; tal vez porque creen que su materia es siempre buena, mas no todos los sellos estampados en cera son buenos, por mucho que la cera lo sea», (Canto XVIII).
El descubrimiento del universo fascinante de los afectos, como el conocimiento del agua clara que nace en la fuente, no debe ser reprimida sino ayudados en su cauce. Vengamos, pues, a suponer que todo amor que arde en vosotros nazca por fuerza necesaria; siempre tenéis la facultad de contenerlo. «Esa es la noble virtud que Beatriz entiende por libre albedrio; debes recordarlo -aconseja Virgilio a Dante- por si te habla de ello» (Canto XVIII).
Junto a la libertad, la aceptación de nosotros mismos. El que no está en paz consigo mismo, necesariamente no lo estará con los vecinos.
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