Se dice lo que hay que decir. Se calla lo que hay que callar. Pero si se calla, no se guarda y si se va a guardar, se dice. Es la cuadratura del círculo y una de las piezas clave para el feliz sostenimiento de la familia. Es el reto de la comunicación en el hogar, el paradigma sobre el que se sustentan las buenas relaciones. Es el equilibrio inestable entre la sinceridad y el ‘sincericidio’.
El ‘sincericidio’ es la verdad que hace daño. Explicar en qué consiste y por qué no hay que practicarlo es uno de los mayores retos que, como padres, tenemos en el proceso socializador de nuestros hijos. Isabelita llegó muy triste un día por su primer castigo: había llamado gorda a Sara. Y ella argumentaba: «pero es que está gorda. Lo que yo no sabía es que estar gorda era malo». Bendita inocencia.
A veces exaltamos tanto el valor de la comunicación y la transparencia en el seno del hogar, que vamos saltando de ‘sincericidio’ en ‘sincericidio’ sin darnos cuenta del dolor que causamos con nuestras palabras, y aún excusándonos en máximas sobre el valor de la verdad.
Y si bien es cierto que en las casas hay que hablar, mucho, bien, sobre todo en el matrimonio, y con los niños desde siempre, todos juntos y de uno en uno, no es menos cierto que hay muchas apreciaciones que nos podemos callar. No hay recetas, estadísticas ni contabilidades que nos permitan tener la clave de lo correcto. Pero ni el exceso ni el defecto son buenos.
Decir las cosas con cariño, corregir al que yerra, animar en la mejora, detectar los límites traspasados y establecer consecuencias son algunas de las comunicaciones habituales que nos competen como educadores. Pero no es tarea menor saber cuándo hay que hacer la vista gorda, cuándo un mal resultado es fruto de innumerables esfuerzos, cuándo hemos ‘cubierto el cupo de críticas’, cuándo algo ocurrió verdaderamente ‘sin querer’.
Si esto es de aplicación con los hijos, a los que debemos ir dejando crecer con un toma y daca entre las correcciones y sus propias equivocaciones, aún es más necesario en el matrimonio porque la pareja no es un hijo más al que se pueda formar a nuestra imagen y semejanza, sino una persona independiente con sus propios criterios.
Claro que hablar es lo más sano, que los conflictos cotidianos y los menos cotidianos, los superficiales y los profundos, se resuelven mediante el diálogo, y que habitualmente, tras ese diálogo, uno de los dos se lleva el gato al agua y el otro no puede guardar rencor. Claro que hay que hablar de lo que nos preocupa, lo que nos molesta y lo que querríamos. Pero también hay que callar.
Hay que callar cuando nos puede el orgullo, cuándo vamos a hablar solo por ofender, por tener la última palabra, cuando no merece la pena desatar una polémica infructuosa que ni tan siquiera nos afecta, cuando nuestro objetivo no es convencer sino imponer.»
Y muchas veces habrá que hacer la vista gorda cuando por falta de práctica o por desidia, esa labor que con tanta excelencia hacemos nosotros siempre, le quede peor al otro, o cuando sus prioridades sean distintas de las nuestras, o cuando choquemos en cuestiones que son solo mera opinión y queramos evitar una absurda batalla campal por un palmo de tierra que no nos da la vida sino que nos la quita.
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