Frecuento un restaurante madrileño especializado en arroces que en su carta ofrece una «paella para vagos», que no es otra cosa que una paella que se puede comer casi como una sopa, pues no hay nada que pelar. Y que quieren que les diga, prefiero trabajarme la paella, ver los componentes, pelar lo que sea necesario y saborearlos.
Pues con los coches me sucede lo mismo, que parte del placer es conducirlos, lo que no quita que también esté a favor de las ayudas al conductor y, por supuesto, todos los nuevos sistemas electrónicos de seguridad. Pero de la conducción totalmente autónoma, no soy tan fan.
Durante los últimos años, he tenido la oportunidad de probar casi todos los sistemas autónomos, desde los primeros coches que simplemente actuaban sobre los frenos cuando había un obstáculo en la ruta y recuerdo que el primero de todos, un prototipo sobre las pistas de pruebas de Bosch, en Alemania, no funcionó como esperaban sus creadores. Sin embargo esta misma marca es ahora líder en sistemas de seguridad para el automóvil.
He conducido coches que corrigen el trazado cuando nos salimos involuntariamente del carril, que aparcan solos o buscan una plaza en un garaje. He realizado maniobras con todas las lunas del coche oscurecidas siguiendo la visión de cámaras externas y radares. He probado coches de conducción autónoma que sigue a otro vehículo guía, en tráfico abierto y alguno totalmente autónomo, que sería el coche equivalente a la «paella para vagos». Y tengo que decir que me sucede lo mismo que con el citado arroz, rico pero con menos sensaciones.
El coche autónomo cumple su propósito de trasladarnos, pero sin el atractivo de la conducción.
Si lo único que pretendemos es ir de un lugar a otro, prefiero otro medio de transporte, como el avión rápido, pero poco placentero y mucho mejor el tren tradicional que deja disfrutar del paisaje.
Como seguro ya habrán pensado, hago este comentario a raíz de la noticia del primer accidente con una víctima mortal de un coche autónomo, un Tesla eléctrico y uno de los más avanzados, del que según informaciones ya ruedan en España treinta unidades, a pesar de que la función de automatismo total no está legalizada y, por tanto, no puede utilizarse.
Apoyado en mi experiencia creo que, como en la mayoría de los accidentes de circulación, las causas son varias, las primarias y en este caso por fallos tecnológicos y de desarrollo y la final y definitiva, un fallo humano. De otra manera no puede entenderse que el conductor pasivo no fuera atento a las circunstancias del tráfico y movimientos del resto de los vehículos, lo mismo que el piloto de un avión está atento a lo que sucede en su aeronave cuando vuela con piloto automático.
Con esta afirmación no quiero que supongan que no creo en los avances de los automatismos y mucho menos en las ayudas electrónicas que ya equipan la mayoría de los coches. Claro que pueden fallar, pero tras muchos miles de kilómetros del uso de todas ellas, tengo el total convencimiento que es mucho más posible que falle el conductor que uno solo de estos sistemas.
Así, por ejemplo, soy un firme partidario del control automático de velocidad, que además de cumplir con su misión elimina en el conductor el estrés de llevar una velocidad controlada e incluso colabora a mejorar el consumo. Pero nunca se me ocurriría no estar atento a todo lo que sucede en torno a la circulación de mi vehículo. Confianza sí, pero con vigilancia, que es lo que faltó al conductor del Tesla accidentado.
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