Una vieja tradición china cuenta la historia de un viejo campesino, pobre pero sabio, que labraba trabajosamente la tierra, con su hijo y con la ayuda de un viejo caballo.
Un día, el caballo escapó a las montañas. Su hijo le dijo: «Padre, qué desgracia, se nos ha ido el caballo». Su padre respondió: «Ten paciencia, hijo mío, saldremos adelante, veremos lo que nos trae el paso del tiempo…«. A los pocos días el caballo regresó, acompañado de otro caballo.
Unos días después, el muchacho quiso montar el caballo nuevo, pero el animal no estaba acostumbrado al jinete, se encabritó y lo tiró por tierra. El muchacho, al caer, se rompió una pierna. Tanto su hijo como los vecinos se lamentaban de la mala suerte del chico. Su padre, en cambio, prosiguió con su temple habitual: «Paciencia, hijo, veamos qué sucede con el tiempo…».
El muchacho se lamentaba. Unos días más tarde, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban aptos para la guerra. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna entablillada, pasaron de largo. ¿Había sido buena suerte? ¿Mala suerte ¿Quién sabe?
La mayoría de aquellos jóvenes murieron en la guerra. El joven comprendió entonces que no hay que dar a la desgracia ni a la fortuna un valor demasiado absoluto. El transcurrir de la vida da muchas vueltas, y a veces es tan paradójico que lo que quizá hoy parece malo luego no resulta serlo tanto, o incluso resulta bueno. Y al revés. Hay que tener paciencia para procurar ver con cierta perspectiva todo lo que nos sucede. Con el tiempo quizá veamos que muchas cosas que ahora nos contrarían, nos traerán, en el futuro, un valor positivo. Y comprenderemos que muchos de nuestros juicios son apresurados e impacientes, y nos impiden ver más alto o más lejos.
Asumir los problemas
Todas las personas sufrimos contratiempos y decepciones, más o menos grandes, todos los días. Entre otras cosas porque es imposible que nos salgan bien todas nuestras pequeñas aspiraciones diarias. Cada vez que nuestros deseos y propósitos se ven frustrados, se nos presenta el dilema de cómo asumirlo. Unas personas lo hacen de modo muy diferente a otras. Unos se hunden, otros se crispan, otros se reponen o incluso se crecen. No se trata de idealizar actitudes demasiado estoicas o impasibles, como probablemente fuera la de aquel viejo labrador oriental, sino sobre todo pensar que cada fracaso esconde una interpretación futura más positiva, una enseñanza que aprender, una ocasión más de levantarse y de no rendirse.
Todas las personas tenemos una parte tóxica dentro de nosotros, que se detiene demasiado en lo negativo, que nos inclina a ver las cosas desde el peor prisma de los posibles, que se opone a una visión más optimista.
Y hay personas que han hecho de esa actitud todo un estilo de vida, hasta el punto de ser una desdicha para quienes tienen cerca, y una desdicha aún peor para ellos mismos, condenados como están a convivir de modo permanente con su carácter sombrío y agorero. Son personas cargadas de prejuicios, centradas en sus actitudes extremas, que parecen dispuestas a que nadie disfrute de una visión positiva de las cosas, sino que les acompañemos en sus interpretaciones victimistas de todo lo que sucede.
Hay que escuchar a esas personas con afecto, pero no entrar a su juego ni alimentar su patología. Si es preciso, tendremos que mantener una cierta distancia, para que no nos contagien, porque no suelen ser fáciles de cambiar. Su estructura mental se inscribe en un dogmatismo paralizante, que no se abre a otras interpretaciones, que siempre consideran ingenuas o sospechosas. Su modo de pensar es pegadizo y se propaga con facilidad. Si entramos a su juego, acabaremos siendo tan cenizos como ellos.
Alfonso Aguiló. Vicepresidente del Instituto Europeo de Estudios de la Educación (IEEE)